Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ECFRASIS

Esa puta tan distinguida, Juan Marsé, 56-57
Pero de pronto, cuando más provocativa está resultando la actuación silente de la bella, más explícita su sonrisa y más insinuante el contoneo de su cuerpo enfundado en el vestido negro de satén, cuando abre los brazos en un gesto amplio y fogoso de posesión que alcanza a la totalidad del público del casino y también del cine, un abrazo amoroso que llegará con el tiempo a los más remotos rincones del ancho mundo y alcanzará a futuras generaciones de rendidos admiradores, cuando ya el cuerpo filmado en rutilante blanco y negro se ha convertido en puro sexo bajo la luz de los focos, y ella, con maliciosa lentitud, se quita del brazo el largo guante y lo agita en el aire haciendo molinetes, entonces la imagen se congela y brota súbitamente en torno a su deslumbrante cabellera una tímida constelación de manchas grises y marrones, como un sarpullido o como pequeñas burbujas de un ácido corrosivo. La bella aún ha tenido tiempo de arrojar el guante al público del casino que la aclama, y también el collar que alegremente se arranca del cuello; incluso ha podido iniciar, con pícara parsimonia, el gesto de bajar la cremallera en el costado de su vestido, pero poco más puede hacer antes de quedarse fijada y a merced de la corrosión del celuloide que la rodea y avanza imparable. Al principio son manchas difusas, pequeñas mariposas de luz que revolotean alternando su posición, como si no acabaran de decidirse a permanecer, algunas se funden al instante como pompas de jabón y otras se expanden y se ennegrecen como manchones de tinta, hasta que la mancha más grande y activa gana rápidamente terreno y empieza a absorber a las demás y a todo lo que encuentra a su paso, primero la cabellera de reflejos cobrizos, que una luz soñada iluminaba por detrás de la cabeza, y enseguida la cara hermosa, borrando de paso el fulgor de la sonrisa y los ojos alegres, después los hombros de seda y acto seguido los pechos, las ondulantes caderas y la mano tocando ya la cremallera, anunciando el inmediato desnudo. La imagen congelada se desvanece por fin totalmente, se encienden las luces de la sala y arrecian los silbidos y las protestas del público.

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