Edna y yo salimos de Kalispell
camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los
buenos tiempos, gente que jamás me entregada a la policía. Me las había
arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de
unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Y o
sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la
primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había
tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny,
su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella
trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al
principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.
No sé muy bien qué había entre
Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían hecho
acabar varados en la misma playa. Aunque -como sé muy bien- a veces el amor se
construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en
casa, me limité a preguntarle si queda venirse a Florida conmigo y dejarlo todo
tal como estaba, y ella me dijo: “¿Por qué no? Tampoco tengo la agenda tan
llena.»
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