día de la madre
Nueve de mayo de 2004. Uno de esos días de primavera contradictorios:
muy soleados pero no muy cálidos. Soplaban ráfagas de viento procedentes del
lago Ontario en breves y fuertes rachas a modo de ataques relámpago. Un cielo
de aspecto duro como baldosas azules. Aquel olor a hierba húmeda que
desprendían los céspedes delanteros perfectamente rectangulares de Deer Creek
Drive. A lo largo de toda la calle había
grupos de lilas en flor. De vivo y reluciente color morado, pinceladas de
pintura azul lavanda.
En el 43 de Deer Creek, la casa de mis padres, en la que
mamá vivía sola ahora que papá había muerto, había demasiados vehículos
aparcados en la entrada y junto al bordillo. El Land Rover de mi cuñado, el
viejo Caddie negro de mi tía Tabitha, que parece un coche fúnebre; éstos eran
previsibles, pero había otros, entre los que se encontraba un coche deportivo
de color rojo carmín muy pegado al suelo que tenía forma de fúsil.
¿A quién conocía mamá que condujera semejante coche?
Al diablo si quería conocerle. (Tenía que ser un él por supuesto.)
Mi madre siempre me estaba presentando a “solteros disponibles”.
Desde que yo estaba liada con un hombre no disponible. Era muy propio de mamá
invitar a personas ajenas a la familia el día de la Madre. Era muy propio de
mamá invitar a su casa a personas que eran prácticamente extraños.
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