l. LOS GUAJOLOTES
Le gustó que le tocara el cuarto 33. A ese hotel no había llegado
la pretensión de que el cuarto 33 fuera el 303. Además, Ramón López Velarde
había muerto a los 33 años y él necesitaba coincidencias. Cualquier dato
supersticioso que lo acercara al poeta lo haría sentirse más capacitado. Sabia
lo normal acerca de Ramón, lo cual equivalía a nada. Todo mundo sabía todo de
él.
En cambio, su propio nombre, escrito en la tarjeta de
registro del hotel, le produjo repentina extrañeza: «Julio Valdivieso», leyó en
silencio, como si tuviera que cerciorarse de que regresaba en representación de sí mismo.
No había apoyado el portafolios en el piso (el bellJ-boy aguardaba
su propina como una obsecuente estatua) cuando sonó el teléfono:
-¿Qué pues? ¿Ya llegaste? -dijo una voz desconocida.
-¿Quién habla?
-¿Ya no te acuerdas de los cuates? El Vikingo.
-¿Quién?
-Juan Ruiz. En el taller de Orlando Barbosa me decían el Vikingo.
Llevo siglos en publicidad. Nadie ha hecho más que yo por el consumo de
cuadripollo en Aridoamérica.
«Cocaína», pensó Julio Valdivieso. Siguió escuchando:
-Llegas caído del cielo. Me urge verte. ¿Qué te parece
dentro de dos horas? Los Guajolotes está a la vuelta de tu hotel.
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