El testigo, Juan Villoro, p. 451
Estoy asombrado de la irrealidad
a la que se llega en televisión, tal vez eso sea lo bueno. Tengo una teoría: la
televisión no pertenece a la cultura sino a la neurología; estimula un enlace
de neurocircuitos que te permite ver en estado de zombi, suspendiendo el
juicio. Y no sólo eso, también los que están dentro de la pantalla se
encuentran alterados; el efecto de las cámaras produce una especie de trance, como
el aura luminosa que ven los afectados de jaquecas y que tantas veces se
confundió con las apariciones religiosas. Las personas se vacían de sí mismas,
sin pudor alguno, porque eso no las compromete; es como si no fueran ellas.
Ayer me pidieron un comentario sobre el inicio del rodaje para un documental que
seguirá toda la telenovela. No sabes la de zarandajas que dije, migajas tontas
como las que ahora escupo, pero eso sí, hablé en tono de Zeus tonante, un
obispo ebrio de colonche, una abadesa en su empacho de mejor merengue, un
gentleman en combate, alguna vez los hubo, no lo dudes, lucí mi corbata de guerra.
Hazme el favor, ¡un hacendado con corbata! Estaba como en éxtasis, vaciándome
sin ser yo, dichoso como lagartija en tumba ajena, una droga, sobrino; ya
necesito volver a declarar para calmarme.
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