Somos una familia que siempre
estuvo espiritualmente muy unida. Nuestro padre se ahogó en un accidente marino
cuando éramos pequeños y nuestra madre siempre destacó el hecho de que nuestras
relaciones de familia tienen una suerte de permanencia que nunca volveremos a
encontrar. No pienso mucho en la familia, pero cuando recuerdo a sus miembros y
la costa en que vivían y la sal marina que según creo fluye por nuestras venas,
me alegro de recordar que soy un
Pommeroy (que tengo la nariz, el color de la piel y la promesa de la
longevidad) y que si bien no somos una familia distinguida, cuando nos reunimos
compartimos la ilusión de que los Pommeroy son únicos. No digo esto porque me
interese en la historia de la familia o porque este sentimiento de originalidad
sea profundo o importante para mi, sino para aclarar la idea de que nos
guardamos mutua lealtad a pesar de nuestras diferencias, y de que cualquier
acto que implique faltar a esta lealtad es fuente de confusión y dolor.
Somos cuatro hijos; mi hermana
Diana y los tres hombres, Chaddy, Lawrence y yo. Como ocurre en la mayoria de las
familias en que los hijos ya sobrepasaron la veintena, nos hemos separado a causa
del trabajo, el matrimonio y la guerra. Helen y yo vivimos en Long Island, con
nuestros cuatro hijos. Yo enseño en un colegio secundario y ya pasé la edad en
que espero me designen director, pero respeto mi trabajo. Chaddy, que ha
prosperado más que el resto, vive en Manhattan con Odette y sus hijos. Mamá
vive en Filadelfia, y después de su divorcio Diana ha estado residiendo en
Francia, pero en verano vuelve a Estados Unidos para pasar un mes en el
Promontorio.
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