El testigo, Juan Villoro, p. 260
Julio se apartó hacia un florero
con un ramo blanco, de olor turbador, orgánico, casi sexual. Ramón se fue sin
saber quién disponía de su vida. Quizá ese instante de conocimiento hubiera
sido una forma de venganza; el asesino sabría que el último rostro que vieron
los ojos de Ramón fue el suyo; ese acto de presencia podía dañar a su verdugo. Julio
recordó algo que oyó de niño en Los Cominos: los asesinados por la espalda
quedaban condenados a vagar como fantasmas; sólo vivían su muerte verdadera
hasta aparecerse frente a su asesino
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