Una mañana de octubre, el
protagonista de este libro llegó a París con un corazón de dieciocho años y un
título de bachillerato en letras.
Penetró en dicha capital del
mundo civilizado por la puerta Saint-Denis, pudiendo admirar su bella
arquitectura; por las calles, vio coches de estiércol tirados por un caballo y un
asno, carretas de panadero tiradas a brazo de hombre, lecheras vendiendo leche,
porteras barriendo la calle. Entre todos organizaban un escándalo considerable.
Nuestro hombre, arrimada la cabeza a la portezuela de la diligencia,
contemplaba a los viandantes y leía los rótulos.
Cuando, apenas apearse del coche,
abonar su billete, dejar que el empleado de impuestos indirectos registrara sus
bultos, elegir un mozo y decidir por fin un hotel, se encontró de repente en un
cuarto vacío y desconocido, se sentó en un sillón y se puso a meditar, en vez
de abrir sus baúles y lavarse la cara.
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