Nada que temer, Julian Barnes, p. 72
¿Tiene importancia que saquemos
la religión fuera del arte religioso, que la reduzcamos a la categoría estética
de simples colores, estructuras, sonidos, y cuyo significado esencial es tan
lejano como un recuerdo de la infancia? ¿O es una pregunta ociosa, puesto que
no tenemos alternativa? Fingir creencias que no profesas durante el Réquiem de Mozart
es como fingir que te parecen graciosos los chistes de cuernos de Shakespeare
(aunque algunos espectadores siguen riéndose sin parar). Hace unos años yo
estaba en la galería de arte municipal de Birmingham. En una esquina, dentro de
una vitrina, hay un cuadro pequeño e intenso de Petrus Chrístus en el que
Cristo muestra sus heridas: con el índice y el pulgar extendidos indica el
lugar traspasado por la lanza; hasta nos invita a medir el corte. Su corona de espinas
se ha convertido en una dorada aureola de gloria, como de azúcar hilada. Dos
santos le escoltan, uno con un lirio y
el otro con una espada, y retiran las cortinas verdes de terciopelo de un
proscenio extrañamente doméstico. Cuando yo retrocedía después de mi
inspección, advertí que un padre y un niño con chándal corrían hacia mí a un trote
vivo de gente que odia el arte. El padre, provisto de mejores zapatillas y
mayor resistencia, llevaba un metro o dos de ventaja cuando doblaron la
esquina. El chico echó una ojeada a la vitrina y preguntó, con un fuerte acento de Birmingham: «Papá, ¿por qué ese
hombre se agarra el pecho? » El padre, sin reducir la marcha, lanzó un vistazo
rápido hacia atrás y una respuesta instantánea: «No sé”
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