Tuvo que ser mi madre. Ella hacía cosas así, lo sé, pero durante los meses en los que he estado escribiendo esto, en esa avalancha de recuerdos de sucesos y personas que se me ha venido encima, ella está ausente casi del todo, es como si no estuviera, sí, como si perteneciera a uno de esos recuerdos falsos que tienes a través de lo que te han contado, y no por lo que has vivido. ¿A qué se debe eso?
Porque había alguien allí, en el fondo de ese pozo que es la infancia, y era ella, mi madre, mamá. Era ella la que nos preparaba las comidas y la que todas las tardes nos reunía en torno a ella en la cocina. Era ella la que compraba, tejía y nos cosía la ropa, era ella la que la remendaba cuando se rompía. Era ella la que acudía con tiritas cuando nos caíamos y nos hacíamos rasguños en las rodillas, fue ella la que me llevó al hospital cuando me rompí la clavícula, y al médico, cuando -algo bastante menos heroico- contraje la sarna. Fue ella la que estuvo fuera de sí de preocupación cuando una niña murió de meningitis y al mismo tiempo yo me puse malo con un resfriado y tenía la nuca algo tiesa, entonces me metió a toda prisa en el coche y me llevó a Kokkeplassen, con la angustia iluminándole el rostro. Era ella la que nos leía en voz alta y nos lavaba el pelo cuando nos bañábamos, y era ella la que luego nos dejaba pijamas limpios sobre la cama. Era ella la que nos llevaba al entrenamiento de fútbol por las tardes, era ella la que asistía a las reuniones en el colegio y la que se sentaba entre los otros padres para hacernos foros en las fiestas de fin de curso. Era ella la que luego pegaba las fotos en un álbum. Era ella la que hacía tartas para nuestros cumpleaños, y las pastas navideñas y las de cuaresma.
Te quiero más que a la salvación de mi alma
INCIPIT 508. UNA BELLEZA RUSA / VLADIMIR NABOKOV
Oiga, de quien ahora nos
ocuparemos, nació el año 1900, hija de una familia de nobles adinerados, libres
de preocupaciones. La pálida muchachita con su blanco traje de marinero. los
cabellos castaños peinados hacia un lado y unos ojos tan alegres que todo el
mundo se los besaba, fue considerada una belleza desde su infancia. La pureza de su perfil, la expresión de sus
labios cerrados, la sedosidad de las trenzas que le colgaban hasta la cintura.
todo resultaba en cantador. Su infancia transcurrió gozosa. segura y alegre. Como
desde antiguo era habitual en nuestro país. Un rayo de sol sobre la cubierta de
un volumen de la Bibliotheque Rosen la finca familiar, la clásica escarcha en
los jardines públicos de San Petersburgo ... Un repertorio de recuerdos, como
los citados constituía su única dote cuando salió de Rusia en la primavera de
1919. Todo sucedió en total consonancia con el estilo de la época. Su madre
murió de tifus, su hermano fue ejecutado frente al pelotón de fusilamiento.
Desde luego, todo fórmulas hechas. los escalofriantes chismorreos de rigor, pero
así sucedió, no existe otra manera de
decirlo, y de nada servirá apartar la nariz con desprecio.
INCIPIT 507. NOVELAS (2001-2005) / JULIAN RODRIGUEZ
UN CORTE DE PELO
El poema se titulaba «Miedo».
Miedo a no amar y miedo a no amar
lo suficiente, decía.
Miedo a que lo que yo amo resulte
letal para los que yo amo.
Conducía despacio. No le gustaba
hacerlo de noche. Aunque le ayudaba a pensar en otras cosas, a recordarlas.
Como aquel poema.
Marino, a su lado, dormía. Le
miró varias veces. Su ánimo hacia él cambiaba como las curvas de la carretera:
vacío, unas; compasión, otras.
Aún faltaban sesenta kilómetros
para su destino. No lo despertaré hasta entonces, se dijo.
Rosana llamó desde Brighton. La
casa es fantástica, aseguró. Tenía un jardín. Los rosales trepaban por la
fachada.
Le había enviado una postal el
primer día, ¿no había llegado? Quizá la entregaran cuando él ya estuviera de
viaje.
¿No te animas a venir? Podría ir
a buscarte al aeropuerto. Practicarías tu inglés. Le dictó su número de
teléfono por si le apetecía llamarla.
Pensaba en la conversación
mientras sorbía la sopa.
MOTORINOS
De A propósito de Majorana, p. 216
La ciudad de Nápoles tiene más de
cuatro millones de habitantes, la mayor parte de los cuales se desplaza en
motorino por sus calles como si de las arterias de un enorme hormiguero se tratase,
y creo no exagerar si digo que en nuestro camino hacia el castillo de Sant'Elmo
nos cruzamos al menos con la mitad. No existe ningún tipo de regla que regule
el tráfico en ese sitio como no sean los gestos que los conductores
intercambian mirándose a los ojos para intentar interpretar las espontáneas
intenciones del otro y oponer la máxima resistencia a las mismas, hasta el
punto en que se ven superados por la evidencia de que el espacio que quieren
ocupar ya ha sido conquistado, lo cual conduce a una serie de insultos y
bocinazos que al instante siguiente se desdibujan en ese torrente imparable que
mezcla máquinas y humanos sin ningún concierto. Y sin embargo, y según la
escala desde la que se mire, puede llegar a hallarse una cierta armonía en todo
aquello, una cierta cadencia casi musical que no deja de exhibir su propia
forma de belleza: más allá de los elementos aislados, parece como si existiese
una comunión de nivel superior que los involucra a todos y los funde. Y no sólo
de motorinos se compone esta jungla; los coches y los taxis ejercen la misma
anarquía a la hora de desplazarse. Los primeros minutos de conducción fueron
francamente intimidantes, como si se tratara de un jueguito electrónico en el
que de cualquier parte podía surgir un obstáculo y hubiera que estar muy atento
para ir sorteándolos. Poco a poco, sin embargo, mi cerebro fue comprendiendo
que debía dejar de intentar procesar los datos, que era mucho más provechoso
dejarse llevar por el instinto, ese que nos permite aprovechar todos los
resquicios y reaccionar antes de que el otro lo haga para ganar el par de centímetros
que hacen falta para conquistar el cruce de una bocacalle. Cuando se alcanza la
confianza necesaria, el disfrute que semejante grado de improvisación depara se
adueña de los reflejos de uno, y entonces el paseo se convierte en una mezcla de
danza ritual y de ejercicio de lucha que hace aflorar lo más primario de cada
uno.
DESTINO
De A propósito de Majorana, p. 177
Hay tantos hombres en la tierra,
tantos destinos entrecruzados, que cuesta pensar en la partitura que los
aglutine a todos, una que sea capaz de hacer sonar la música en la que cada parte,
cada uno de los destinos de cada uno de los hombres, entre en armonía con los
otros. Y sin embargo ocurre. Si uno despega la mirada de la vida de cualquier
individuo, si logra salir de ese trazo particular para leer el movimiento que
los distintos recorridos inscriben en el conjunto, puede comprobar que es
armónico, como si cada uno de los trazos obedeciera a una especie de control
central. A partir de ahí uno puede pensar que los destinos en el fondo no son
tan diferentes unos de otros, y que es en esa uniformidad donde radica la
posibilidad de armonía. Pero también se puede pensar en que no son las
caracteristicas de cada movimiento las que posibilitan la coincidencia, sino
que es el orden central el que determina los parámetros dentro de los cuales se
moverán los diferentes recorridos. Superflua -o no tanto- resulta entonces la
pregunta acerca del grado de libertad que conservan los individuos dentro de
los parámetros fijados. Lo importante de esta idea es que implica la idea de
predestinación, el hecho de que
nuestros cuerpos y nuestras mentes no son libres en realidad, sino que nacen
delimitados por la partitura que el orden central les impone. Quien crea en la
predestinación, en que las cosas pasan
por algo, debiera tener sin duda un grado de ansiedad menor frente a lo que el
futuro le depare. Todos sus pasos han sido escritos ya en las estrellas, con lo
que poco puede afectar e] empeño que
ponga en querer variarlos.
NAPOLITANOS
De A propósito de Majorana, p. 241
Un pequeño altercado llamó mi atención. Un parroquiano con alguna copa de más al parecer había importunado de algún modo a una dama y otro más caballeresco lo había invitado a retirarse. ¿Qué costumbre era aquella que ·tan bien conocía yo de pasarse las horas en una barra, apaleando la conciencia hasta que nos dejase tranquilos, hasta que nos permitiera volver a ser niños por un rato, espíritus sin cuerpo que no sienten el peso de las responsabilidades ni el paso del tiempo? ¿A qué respondía esa necesidad tan antigua? El hecho es que ahí estábamos cumpliendo con el ritual, y sintiendo los dientes ya reblandecidos pensé en los espíritus del gringo Ross, y concluí que se trataba de una de las bromas de la vida, de esas de las que tanto le gusta gastar: mientras ellos querían un cuerpo para poder emborracharlo, los que teníamos uno nos dedicábamos a intoxicarlo hasta olvidamos de su existencia, hasta convertirnos en almas libres que revolotean por el espacio en un tiempo infinito. Era evidente que no formábamos parte de una raza facil de contentar. Al cabo de un momento el gringo se dejó caer en su silla con dos nuevos vasos en las
Un pequeño altercado llamó mi atención. Un parroquiano con alguna copa de más al parecer había importunado de algún modo a una dama y otro más caballeresco lo había invitado a retirarse. ¿Qué costumbre era aquella que ·tan bien conocía yo de pasarse las horas en una barra, apaleando la conciencia hasta que nos dejase tranquilos, hasta que nos permitiera volver a ser niños por un rato, espíritus sin cuerpo que no sienten el peso de las responsabilidades ni el paso del tiempo? ¿A qué respondía esa necesidad tan antigua? El hecho es que ahí estábamos cumpliendo con el ritual, y sintiendo los dientes ya reblandecidos pensé en los espíritus del gringo Ross, y concluí que se trataba de una de las bromas de la vida, de esas de las que tanto le gusta gastar: mientras ellos querían un cuerpo para poder emborracharlo, los que teníamos uno nos dedicábamos a intoxicarlo hasta olvidamos de su existencia, hasta convertirnos en almas libres que revolotean por el espacio en un tiempo infinito. Era evidente que no formábamos parte de una raza facil de contentar. Al cabo de un momento el gringo se dejó caer en su silla con dos nuevos vasos en las
NAPOLES
De A propósito de Majorana de Javier Argüello, p. 151
Nápoles, el presente
-Y ¿qué le parece la ciudad? -me
dijo el dueño del hotel mientras trabajaba en uno de sus pesebres.
¿Qué me parecía la ciudad? Me
parecía un hervidero de vida y de historia donde la realidad resultaba más real
que en ningún otro sitio que yo hubiera conocido, como si comparándolas con
Nápoles, todo el resto de ciudades en las que había estado pecaran de cierta
frivolidad. Me parecía que si el origen de la especie humana había estado en
África con los bosquimanos, el comienzo de la metrópolis moderna no había estado
ni en Londres ni en París, que ésos eran experimentos planificados. Antes de
que Londres iluminara sus calles con aceite de ballena y de que París abriera
sus grandes avenidas, Nápoles ya había agotado la mayor parte de los
experimentos que la sociología urbana podía concebir. Los puertos de mercancías
cartagineses habían dejado su estampa sobre las empalizadas griegas y la
dinastía de los Borbones había elevado su señorío hasta convertirlo en Camorra,
fundiendo en un mismo escenario casi todas las variantes a las que puede asomarse
la condición humana. Me parecía que en esas calles había ocurrido todo lo que
podía tener que ver con la civilización occidental y moderna, el comercio y la
guerra, el honor y la traición, la elevada erudición y la más animal de las supervivencias.
LA VIDA PRIVADA
De La isla de la infancia de KO Knausgrad, p. 180
-¡Y una vez una vaca me meó
encima!
Miré a mi alrededor y acogí con
entusiasmo las risas que siguieron. La señorita no dijo nada, dio la palabra a
otro niño, pero por la cara que puso vi que no me creía. Cuando todos los que
querían decir algo lo hubieron dicho, nos leyó un trozo de nuestro libro de
texto sobre Ola-Ola Heia. Luego nos preguntó sobre lo que nos había leído,
ignorándome por completo, hasta que sonó
el timbre. Entonces me pidió que esperara un momento.
-Karl Ove --dijo-, espera un
poco, tengo que hablar contigo.
Me quedé junto a su mesa mientras
los demás salían corriendo. Cuando nos quedarnos solos, se sentó en el borde y
me miró.
-No todo lo que sabemos de los
demás se puede decir --dijo-, como por ejemplo lo que has dicho sobre el padre
de Leif Tore. ¿No crees que Leif Tore se sentirá apenado por eso?
-Sí -dlije.
-Él no quiere que lo sepan los
demás. ¿Lo entiendes?
-Sí --dije, y me eché a llorar.
-Hay algo que se llama vida
privada -prosiguió ella-. ¿Sabes qué es eso?
-No -contesté, lloriqueando.
-Es todo lo que ocurre en casa,
en la mía, en la tuya, en la de todos. Si uno ve lo que ocurre en otras casas,
no siempre es bueno contárselo a los demás. ¿Lo entiendes?
Dije que sí con la cabeza.
-Bien, Karl Ove. No estés triste.
Tú no lo sabías. ¡Pero ahora ya lo sabes! Ya puedes irte.
INCIPIT 506. COMO BOLA DE NIEVE / JOYCE CAROL OATES
Era una tarde cualquiera de
enero, un jueves, cuando vinieron a buscar a Matt Donaghy.
Fue en la quinta hora de clase,
cuando Matt se encontraba en la sala de estudio, en el aula no del instituto Rocky
River, en el condado de Westchester.
Matt y tres amigos, Russ, Stacey
y Skeet, habían formado un círculo con sus pupitres en el fondo del aula y estaban
discutiendo en voz baja sobre la adaptación teatral en un solo acto que había
hecho Matt a partir de un relato de Edgar Allan Poe; estaba previsto que, al
finalizar las clases en el Club de Teatro, leyeran William Wilson: un caso de
confusión de identidad a los miembros
del club y a su profesor, el señor Weinberg. Era una coincidencia que el señor
Weinberg, que enseñaba Literatura y Teatro en el instituto Rocky River, fuera
el encargado de vigilar la hora de estudio. Cuando llamaron a la puerta del
aula, se dirigió a abrirla con su habitual ademán amable y despreocupado.
-¿Qué puedo hacer por ustedes,
caballeros?
Sólo se dieron cuenta de ello
unos pocos estudiantes sentados cerca de la puerta. Tal vez advirtieran cierta nota
de sorpresa en el tono del señor Weinberg. Pero éste, con su cabello pelirrojo
que iba encaneciendo {y que llevaba más largo que la mayoría de sus colegas
varones
del instituto) y una barba
hirsuta que invitaba a la burla, tenía el don de dar un toque teatral a los
comentarios más normales, poniendo una nota de humor siempre que podía. Llamar
«caballeros» a dos desconocidos era muy propio del sentido del humor del señor
Weinberg.
INCIÌT 505. EL SANTO / CESAR ARIA
En una pequeña ciudad catalana
empinada en los acantilados sobre el azul Mediterráneo, vivía un monje con fama
de santo. Había sido peregrino de muchas tierras, venía de lejos, pero desde
que huyera de él la juventud se había afincado en el monasterio del lugar, y
allí envejecía lentamente. Transcurrían los últimos siglos de la Edad Media,
que parecía como si no fuera a terminar nunca. La cultura de la época, sus
sueños, sus guerras, se desenrollaban sobre el suelo europeo como una colorida
alfombra a la que el Tiempo volvería Historia. Por el momento era una confusión
nada más. Nadie se ocupaba de aclararla, porque no les convenía y porque los
trabajos de la Razón estaban devaluados. La fe subyugaba al pueblo. Era una
época de milagros y resurrecciones, en la que todo era posible. Se mezclaba el
saber con la ignorancia, y las rigideces del dogma corrían lado a lado con las
libertades de lo cotidiano. Ciclos inmutables de las estaciones embebían las
fachadas de las grandes iglesias, verdaderos palacios de lo sobrenatural, a los
que acudía una grey siempre mayor en busca de la poesía y fantasía que no
tenían en sus vidas. También en busca de consuelo y esperanza, bienes tan
apreciados como necesarios. En ese estadio de la civilización la esfera humana
se encontraba relativamente inerme frente a los embates naturales de sismos,
plagas, epidemias, inundaciones, incendios
forestales, sin contar con los males inevitables, como el envejecimiento y la
muerte, contra los cuales ni los avances de la ciencia ni los de la magia
podrían nada en el futuro.
EPÍSTOLA DE SANTIAGO APÓSTOL A LOS SALMONES DEL ULLA
DE Fábulas y leyendas del mar de Alvaro Cunqueiro, p. 279
Epístola de Santiago Apóstol a los salmones del Ulla
Y aconteció que, subiendo la Barca Apostólica por las claras aguas del río Ulla, y siendo por el tiempo alegre de abril, se juntaron a babor y a estribor y a popa multitud de salmones, todos los que estaban remontando el río, como suelen, para el desove; y, como es verdad, según dijo el hagiógrafo griego, que «los huesos de los santos, de los mártires y de las vírgenes están vivos en sus venerados sepulcros, como si no los hubiese tocado el ala de la muerte corporal», y conservan milagrosamente el oído y la voz, aconteció que Jacobo muerto escuchaba a los salmones que unos a otros se preguntaban por aquella barca de luz que subía con ellos, y mucho más plateada y que daba un perfume que se posaba en las aguas y llegaba a ellos, dulce y misteriosa canela. Se dijo Jacobo que no podía perder aquella ocasión pata predicar la Buena Nueva a aquella población fluvial, hizo que de sus huesos brotase su imagen, tal como en vivo fue, y puesta esta figura suya de pie en el banco de la barca, apoyándose en el palo, y haciendo uso del don de lenguas, dijo:
“Hermanos: a la curiosidad vuestra por saber qué barca es ésta, a quién conduce y de dónde viene el insólito perfume que os sorprende, corresponde la mía por saber de vuestra nación, y si sois gentiles o ya habéis escuchado el nombre de Jesús. Yo os digo que prediqué que Jesús es el Hijo de Dios vivo, y, por predicarlo, en lejana tierra de la que nunca habréis oído hablar, porque allá no hay río que vaya al mar, fui degollado por gente incrédula y cruel…”
INFANCIA
De La isla de la infancia de KO Knausgard, p. 157
Mis padres iban más elegantes que
de costumbre. Mi padre llevaba una camisa blanca, americana marrón de tweed con
coderas marrones y un pantalón de algodón beige, y mi madre un vestido azul. Y
Yngve y yo llevábamos camisa y pantalón de pana, el de Yngve marrón, el mío
azul. El día estaba nublado, pero las nubes eran de esas blanquecinas y ligeras
que impedían la vista del cielo, pero que no traían lluvia. El asfalto estaba
seco y entre grisáceo y azul; en la urbanización, los troncos de los pinos
estaban quietos, secos y rojizos. Yngve y yo nos sentamos detrás, mis padres
delante. Mi padre encendió un cigarrillo antes de arrancar el coche. Yo estaba sentado
justo detrás de su asiento, de manera que no podía verme por el retrovisor si
no me echaba hacia un lado. Cuando llegamos al cruce al final de la cuesta del
puente, entrelacé las manos y me dije por dentro:
Querido Dios, no permitas que
choquemos hoy. Amén.
Siempre decía esta oración cuando
emprendíamos viajes algo más largos, porque mi padre conducía muy deprisa,
siempre por encima del límite permitido, siempre adelantando a otros coches. Mi
madre solía decir que era un buen conductor, y supongo que lo era, pero cada
vez que aceleraba e invadíamos el otro carril, yo me estremecía de miedo.
FUEGO
De La isla de la infancia de KP Knausgrad, p.226-227
Pero el fuego llegaba, se veía. Y
cuando ya lo habías visto, no podías evitar verlo por todas artes, en chimeneas y estufas, en todas las
fábricas y naves de producción, y en todos los coches que circulaban por calles
y carreteras, y que por las noches estaban en los garajes o aparcados delante
de las casas, porque el fuego ardía también en ellos. Los coches también eran
profundamente arcaicos. En el fondo, esa
inmensa antigüedad se encontraba en todas las cosas, desde las casas, que eran
de cemento o de madera, hasta en el agua que entraba y salía por las tuberías
de las mismas, pero como para cada generación todo ocurre como si fuera por
primera vez, y esta generación había roto con la anterior, esto era algo que se
encontraba muy atrás en su conciencia, si se encontraba, porque en nuestras
cabezas no sólo éramos personas modernas de la década de los setenta, sino que
nuestro entorno también era un moderno entorno de la década de los setenta. Y
nuestros sentimientos, los que nos llenaban a todos y cada uno de los que vivíamos
allí, en esas tardes y noches de primavera, eran sentimientos modernos sin otra
historia que la nuestra propia. Y para los que éramos niños, eso significaba
ninguna historia. Todo sucedía por
primera vez. Nunca se nos ocurría pensar que también los sentimientos eran
antiguos, tal vez no tanto como el agua y la tierra, pero sí tan antiguos como
los seres humanos. Qué va, ¿por qué íbamos a pensar en eso? Los sentimientos
que rebosaban en nuestro pecho, que nos hacían gritar, reírnos o llorar, eran simplemente algo que teníamos, eran nosotros
tal y como éramos, más o menos de la misma manera que el frigorífico tenía una
luz que se encendía cuando se abría la puerta, o las casas un timbre que sonaba
cuando alguien lo pulsaba.
LLANTO
De La isla de la infancia de KO Knausgard, p. 249
-¡Hoy he metido un gol!
-¿Habéis jugado un partido?
-preguntó Yngve.
-No -contesté. -No hemos empezado
con eso todavía. Ha sido en el entrenamiento.
-Pero entonces no es nada .
Un par de lágrimas me rodaron por
las mejillas. Mi padre me echó esa mirada suya dura e irritada.
-¡Pero no puedes echarte a llorar
por ESO! -dijo-. ¡Tienes que aguantar UN POCO!
Entonces me eché a llorar de
verdad.
Lo de echarme a llorar con tanta
facilidad era un problema. Lloraba cada vez que alguien me regañaba o
reprendía, o cuando pensaba que lo harían. Solía ser mi padre, ante él me ponía
a llorar cada vez que levantaba la voz, aunque sabía que él lo detestaba. No
podía remediarlo. Cuando él levantaba la voz, yo me echaba a llorar. Con mi
madre no lloraba nunca.
TRISTEZA
De La isla de la infancia de KO Knausgard, p.245-246
Otras veces me imaginaba que me
moría, el gran dolor que entonces sentiría ella, y el arrepentimiento cuando
entendiera que lo que realmente quería, es decir, estar conmigo, ya no era
posible, porque yo descansaba en el ataúd, con coronas de flores encima. En
general, la muerte constituía en aquella época un pensamiento dulce, porque Anne
Lisbet no sería la única persona que se arrepentiría de lo que había hecho,
también mi padre tendría que hacerlo. Estaría delante de mi ataúd llorando,
delante de mí, muerto tan joven. Toda la
urbanización estaría allí, y tendrían que reconsiderar todo lo que habían
pensado sobre mí, porque yo ya no estaba, y el que realmente había sido yo
aparecería dibujado por primera vez con más claridad. Pues sí, la muerte era
dulce y buena y un gran consuelo. Pero aunque yo estaba triste por lo de Anne
Lisbet, ella seguía allí, la veía todos los días en el colegio, y mientras ella
estuviera cerca, habría esperanza. La oscuridad que a veces me sobrevenía al
pensar en ella era por tanto muy diferente a esa otra oscuridad, a lo que me
entristecía y pesaba, y que también conocía Geir, porque una tarde que
estábamos sentados en su cuarto me preguntó qué me pasaba.
-Nada en especial -respondí.
-¡Pues estás muy callado! -dijo.
-Ah, bueno -dije-. Es que estoy
muy triste.
-¿Por que? -No lo sé. No hay
ninguna razón en especiaL Sólo que estoy
triste.
-A mí también me pasa eso algunas
veces -dijo.
-¿A ti también?
-Sí.
-¿Que estés triste sin que haya
pasado nada especial?
-Sí, a mí también me pasa.
-No lo sabía -dije-. N o sabía
que a otros también les pasaba eso.
-Lo podemos llamar así -propuso
Geir-. "Eso”. Podemos decirlo cuando nos sentimos así. “«Ahora me pasa eso”,
podemos decir, y entonces el otro lo entenderá enseguida.
-Es una idea muy buena -dije.
INCIPIT 503. VE Y PON UN CENTINELA / HARPER LEE
Desde Atlanta, venía mirando por
la ventanilla del vagón restaurante con un deleite casi físico. Mientras se
tomaba el café del desayuno, vio cómo quedaban atrás las últimas colinas de
Georgia y aparecía la tierra rojiza, y con ella las casas con tejados de chapa
en medio de patios bien barridos, y en los patios las inevitables matas de
verbena rodeadas de neumáticos encalados. Sonrió cuando vio la primera antena
de televisión en lo alto de una casa de negros sin pintar. Conforme aparecían
más y más, se redobló su alegría.
Jean Louise Finch siempre hacía
el viaje por aire, pero para aquella visita anual a casa decidió ir en tren
desde Nueva York hasta el Empalme de Maycomb. Por un lado, porque se había
llevado un susto de muerte la última vez que viajó en avión, cuando el piloto
optó por atravesar un tornado. Por otro, porque llegar a casa en avión
significaba que su padre tenía que levantarse a las tres de la mañana, conducir
ciento sesenta kilómetros para ir a buscarla a Mobile y trabajar después toda
la jornada. Tenía ya setenta y dos años, y no era justo hacerle eso. Se
alegraba de haber decidido ir en tren. Los trenes habían cambiado
INCIPIT 504. LA ISLA DE LA INFANCIA / KARL OVE KNAUSGARD
Un templado y nublado día del mes
de agosto de 1969, un autobús iba por una estrecha carretera del extremo de una
isla de la costa sur de Noruega, entre jardines y peñascos, prados y bosquecillos,
subiendo y bajando pequeñas cuestas, doblando cerradas curvas, unas veces con
árboles a ambos lados, como en un túnel, y otras pegado al mar. Pertenecía a la
Compañía de Vapores de Arendal, y, como todos sus autobuses, era de varias tonalidades
de marrón. Cruzó un puente a lo largo de un brazo de mar, puso el intermitente
a la derecha y se detuvo. Se abrió la puerta y una pequeña familia bajó de él.
El padre, un hombre alto y delgado con camisa blanca y pantalón claro de
tergal, llevaba dos maletas. La madre, con un abrigo beige y un pañuelo azul
claro que cubría su largo pelo, empujaba un cochecito de bebé con una mano, y
llevaba cogido a un niño de la otra. El humo gris y aceitoso del tubo de escape
se quedó por un instante suspendido sobre el asfalto, después de que el autobús
se hubiera ido.
-Hay que andar un trecho -dijo el
padre.
-¿Crees que podrás, Yngve?
-preguntó la madre, mirando al niño, que asentía con la cabeza.
-Claro que sí -contestó.
EL NOMBRE DEL PADRE
De La isla de la infancia de KO Knausgard, p. 157-158
La velocidad y la ira iban
juntas. Mi madre conducía con prudencia, mostrando consideración, nunca le
importaba si el coche de delante iba muy despacio, ella seguía detrás con mucha
paciencia. Así era también en casa. No se enfadaba, siempre tenía tiempo para
ayudar, no se molestaba si algo se rompía, esas cosas pasan, le gustaba hablar
con nosotros, se interesaba por lo que decíamos, nos ofrecía a menudo cosas que
no eran estrictamente necesarias, como gofres, bollos, cacao, pan recién hecho en
casa, mientras que mi padre, por su parte, intentaba eliminar de nuestras vidas
todo aquello que no tuviera una relevancia directa para la situación: comíamos
porque era necesario, y el tiempo empleado en comer no tenía ningún valor en
sí; cuando veíamos la televisión, veíamos la televisión, no se podía hablar o hacer
otra cosa al mismo tiempo; cuando andábamos por el jardín, teníamos que ir
pisando las losas, en cambio por el césped, tan grande y apetecible, no se
debía ni andar, ni correr, ni rumbarse. El que ni Yngve ni yo celebráramos
nunca nuestro cumpleaños en casa con los amigos formaba parte de la misma
lógica, era innecesario, bastaba con una tarta con la familia después de comer.
El que no se nos permitiera llevar amigos a casa también se debía a lo mismo, pues
¿por qué íbamos a estar dentro desordenándolo rodo, cuando se podía estar
fuera? Nuestros amigos podrían contar en sus casas cómo era la nuestra, y eso también
formaba parte de esa lógica. En realidad, eso lo explicaba rodo. No teníamos
permiso para roc.ar ni una de las herramientas de mi padre, ya fueran
martillos, destornilladores, tenazas o sierras, palas quitanieves o cepillos,
tampoco se nos permitía cocinar, ni siquiera cortarnos una rebanada de pan, o encender
el televisor o la radío. Si se nos hubiera permitido, habríamos ocasionado un
desorden constante en la casa. Tal como estaba entonces, todo se encontraba en
orden, como debía ser, y sólo mi padre o mi madre podían usar las cosas de una
manera ordenada y adecuada. Lo mismo ocurría con su manera de conducir, él
quería llegar lo ames posible, con el mínimo de impedimentos, de un determinado punto a otro.
ESCATOLOGIA
De La isla de la infancia de Karl Ove Knausgard, p. 120-121
A veces me contenía durante días
para conseguir una cagada grande de verdad, y también porque era bueno en sí.
Cuando realmente tenía necesidad de cagar, tanta que apenas conseguía mantenerme
en pie y tenía que inclinarme un poco hacia delante, sentía un maravilloso
cosquilleo por todo el cuerpo si no cedía y apretaba los músculos del culo todo
lo que podía y más o menos empujaba la mierda al lugar de antes. Pero era peligroso,
porque si lo hacías demasiadas veces, la mierda se hacía tan grande que casi
resultaba imposible sacarla. ¡Dios mío, lo que dolía cuando iba a salir uno de
esos gigantescos cagarros! Era realmente insoportable, el dolor me llenaba del todo,
era como una explosión de dolor. ¡AHAHAHAHA!, gritaba. ¡AHAHAHAH! Y entonces,
cuando la cosa iba muy mal, salía de repente.
¡Dios mío, qué bien!
¡Qué sensación tan fantástica me
invadía en esas ocasiones!
El dolor había pasado.
La mierda en el váter.
Todo dentro de mí respiraba
entonces paz y tranquilidad.
Tanta paz sentía que no tenía
ganas de levantarme y limpiarme, sino que quería seguir allí sentado.
¿Pero merecía realmente la pena?
Antes de una de esas grandes
cagadas podía estar temiéndola un día entero. No quería ir al baño, porque me
dolía, pero si no iba, resultaría cada vez. más doloroso. Así que al Hnal no
había otro remedio que sentarse. ¡Saber que aquello te iba a doler un montón! Una
vez. tenía tanto miedo a lo que iba a sufrir que intenté buscar otra manera de
sacar la mierda. Me levanté un poco y metí el dedo en el culo hasta donde pude.
¡Allí! ¡Allí estaba la mierda! ¡Dura como una piedra! Ya localizada, empecé a
girar el dedo en un intento de ensanchar el paso, a la vez que apretaba un
poco, y así pude poco a poco ir remolcando la mierda hasta el borde. Costó
sacar hasta el último trozo pero no dolió tanto. '
¡Qué gran método!
AMAR
De La isla de la infancia de Karl Ove Knausgard, p. 428-429
Durante las siguientes semanas,
Kajsa estaba constantemente en mis pensamientos. En ellos se repetían dos
imágenes. En una ella se volvía hacia mí, con su pelo rubio y sus ojos azules,
vestida con su ropa rosa y azul clara del 17 de mayo. En la otra yacía desnuda
delante de mí en un prado. Esta última imagen me venía casi todas las noches
antes de dormirme. Pensar en los grandes pechos blancos con los pezones rosas
me producía dolores por todo el cuerpo. Me retorcía mientras me imaginaba varias
cosas vagas pero intensas que haría con ella. Esa segunda imagen también despertaba algo
distinto en mí y en otros momentos: en medio de un salto desde el peñasco del
islote, volando por los aires, con el sol de frente la veía en una visión fugaz,
y dentro de mí se desataba entonces un regocijo casi enloquecido, más o menos a
la vez que los pies se deslizaban por el espejo del agua y el cuerpo se metía
dentro del mar azul verdoso, que frenaba la caída al cabo de unos metros, y yo,
rodeado de fragorosas burbujas, y con sabor a sal en los labios, volvía a la
superficie con movimientos lentos y un temblor de felicidad en el pecho. O
comiendo en la mesa, cuando estaba arrancando la piel de un trozo de bacalao
fresco, por ejemplo, o a punto de masticar un bocado de picadillo de pulmones,
de esa consistencia tan desagradable que se hinchaba y ocupaba al principio
mucho espacio, pero que cuando lo masticaba, los dientes atravesaban la masa
que no ofrecía resistencia hasta el final, cuando se pegaba a los dientes, en esos
momentos aparecía de repente su imagen, con una luz tan intensa que todo lo demás
que me rodeaba era empujado hacia la sombra. Pero en la realidad no la veía. La
distancia en línea recta entre las dos urbanizaciones sería de unos kilómetros,
pero la distancia social era mayor, y no se dejaba recorrer ni en bicicleta ni
en autobús. Kajsa era un sueño, una imagen en mi cabeza, una estrella en el firmamento.
Entonces sucedió algo.
NAZISMO Y CASAS
De Un reguero de polvo de Rebecca West
Y es que la pasión alemana por construir por demás debió de contribuir en no poco a la llegada de los nazis al poder. Engendró una tributación elevada y la inestabilidad, como si se levantase sobre arenas movedizas, de· la estructura financiera de Alemania, e hizo recaer sobre la industria y el comercio alemanes la obligación de retribuir a sus directivos a una escala excesiva según los criterios de cualquier otro país europeo. Supuso asimismo un creciente agobio de las finanzas municipales, ya que la multiplicación de casas de campo con grandes terrenos propios significó que las redes de agua corriente, gas, electricidad Y alcantarillado tuvieron que cubrir un área cada vez más extensa, y el transporte y el mantenimiento de los caminos se convirtieron en un problema de peso. Éstos fueron los curiosos resultados de una preocupación n excesiva por los cuentos de hadas. pues eso, y no otra cosa, era el sueño que había detrás de tanta construcción de chalés. Se aprecia a a las claras en este castillo. Las ventanas de sus torres resultaban un tanto inútiles, a menos que Rapunzel dejara caer sus guedejas por ellas; sus extrañas estancias superiores, troceadas en formas extravagantes por la inmoderada escarpadura del tejado, sólo podía ocuparlas adecuadamente un hada madrina con una rueca; la escalera de mármol estaba destinada a que descendieran por ella un príncipe y una princesa, que habrían de vivir felices y comer perdices. La mayor desgracia del pueblo alemán tal vez haya sido que su último genio, Wagner, que floreció al mismo tiempo que se producían la unificación del país, sus conquistas militares y su hegemonía industrial, y que nunca ha visto amenazado su predominio por ningún artista posterior, se mantuviese tan cerca de los cuentos de hadas en sus obras mayores. Es como si Shakespeare hubiese confirmado su imperio de Dick Whittington y su gato, y de Juan y las habichuelas mágicas en la mentalidad inglesa; y significa que la imaginación germana se vio a la vez ricamente fecundada, y encadenada a una fantasía primitiva peligrosa para adultos civilizados.
Y es que la pasión alemana por construir por demás debió de contribuir en no poco a la llegada de los nazis al poder. Engendró una tributación elevada y la inestabilidad, como si se levantase sobre arenas movedizas, de· la estructura financiera de Alemania, e hizo recaer sobre la industria y el comercio alemanes la obligación de retribuir a sus directivos a una escala excesiva según los criterios de cualquier otro país europeo. Supuso asimismo un creciente agobio de las finanzas municipales, ya que la multiplicación de casas de campo con grandes terrenos propios significó que las redes de agua corriente, gas, electricidad Y alcantarillado tuvieron que cubrir un área cada vez más extensa, y el transporte y el mantenimiento de los caminos se convirtieron en un problema de peso. Éstos fueron los curiosos resultados de una preocupación n excesiva por los cuentos de hadas. pues eso, y no otra cosa, era el sueño que había detrás de tanta construcción de chalés. Se aprecia a a las claras en este castillo. Las ventanas de sus torres resultaban un tanto inútiles, a menos que Rapunzel dejara caer sus guedejas por ellas; sus extrañas estancias superiores, troceadas en formas extravagantes por la inmoderada escarpadura del tejado, sólo podía ocuparlas adecuadamente un hada madrina con una rueca; la escalera de mármol estaba destinada a que descendieran por ella un príncipe y una princesa, que habrían de vivir felices y comer perdices. La mayor desgracia del pueblo alemán tal vez haya sido que su último genio, Wagner, que floreció al mismo tiempo que se producían la unificación del país, sus conquistas militares y su hegemonía industrial, y que nunca ha visto amenazado su predominio por ningún artista posterior, se mantuviese tan cerca de los cuentos de hadas en sus obras mayores. Es como si Shakespeare hubiese confirmado su imperio de Dick Whittington y su gato, y de Juan y las habichuelas mágicas en la mentalidad inglesa; y significa que la imaginación germana se vio a la vez ricamente fecundada, y encadenada a una fantasía primitiva peligrosa para adultos civilizados.
INCIPIT 502. UNA NOVELA DE BARRIO / FRANCISCO GONZALEZ-LEDESMA
Bien.
El hombre que ha de morir ya está
dentro.
No sospecha nada. Más bien le
embelesa el viejo lugar, quizá cargado de recuerdos.
-Mira los estucados del techo
-susurra su acompañante-; son adornos hechos a mano que ya nadie hace. Mira los
cristales tratados con ácido que se han conservado cien años. Mira la marcas en
la pared, es donde estaban los espejos.
El hombre que ha de morir mira y
mira como si la voz le acompañase. El hombre que ha de morir no ha visitado
museos, pero la voz parece la de una guía. «Hay que ver el cuarto de baño. Ya
no tiene grifería, pero milagrosamente aún conserva intacta una cerámica de
Manises.»
El hombre que ha de morir sigue
sin sospechar nada. Nada hasta que ve aparecer aquel guante entre los dedos,
uno tan suave que es imposible saber si es de hombre o de mujer, y tan rápido como
los guantes que forman parte de los juegos de magia. «¿Para qué hace falta un
guante aquí? -parece pensar-, con el calor que hace ... »
Y de pronto la pistola.
Una 38.
El hombre que ha de morir lo sabe
bien, conoce las armas. Mira el objeto metálico como si no entendiera nada,
aunque tal vez se empiece a entender algo. Pero en el primer instante, le
parece que se trata de una broma. Hasta intenta reir.
INCIPIT 501. VERSIONES DE TERESA / ANDRES BARBA
MANUEL
Ahora es como si se hubiese
parado en una hondonada.
Como si estuviera quieto.
Trata de recordar los pasos que
dio para encontrarse aquí. Se detiene y es el mismo bosque. Desea acercarse y
es el mismo bosque. Lo reconoce. Toca un árbol. Abajo, recorriendo el sendero
de piedras, el camino hace una curva. Sabe que si avanza hacia él encontrará un
árbol en el que, herrumbroso, un cartel indica la dirección de la poza. Sabe
que, antes de llegar, podrá escuchar el murmullo sordo del agua. Y que será el mismo
murmullo que conoce. Entonces se detendrá. Antes de llegar será necesario que
se detenga. Y que piense por qué está aquí. Por qué se ha levantado esta mañana
y ha tomado un autobús para venir a este bosque. Por qué lo necesitaba. Recorrerá
despacio en la memoria los movimientos que ha hecho y los rostros que ha visto,
y ellos aparecerán; rostros y cosas, inamovibles y sólidos. Tan independientes
y ajenos a lo que siente que no parecerán humanos.
Tan simples que no parecerán
rostros. Y reconocerá que está aquí porque todavía quiere saber lo que ha
ocurrido, porque aún no lo comprende
ADOLESCENCIA
De Ve y pon un centinela de Harper Lee, p. 130-131
Con el transcurso del año,
comenzó a sentarse cada vez con más frecuencia con las chicas bajo el árbol
durante el recreo. Se sentaba en medio del grupo, resignada a su suerte, pero observaba a los chicos jugar sus partidos de
temporada en el patio de la escuela. Una mañana que llegó tarde, vio que las
chicas se estaban riendo con más misterio del habitual y exigió saber el
motivo.
-Es Francine Owen -dijo una de
ellas.
-¿Francine Owen? Ha fa1tado un
par de días -observó Jean Louise.
-¿Sabes por qué? -preguntó Ada
Belle.
-No.
-Es su hermana. Los servicios
sociales se han hecho cargo de las dos. Jean Louise dio un codazo a Ada Belle,
que le dejó sitio en el banco.
-¿Y qué le pasa?
-Que está embarazada, ¿y sabes
quién ha sido? Su padre.
-¿Qué es estar embarazada?
-preguntó Jean Louise.
Se oyó un gruñido en el corro de
chicas.
-Va a tener un bebé, boba -dijo
una de ellas.
Jean Louise asimiló la
información y preguntó:
-Pero, ¿qué tiene su padre que
ver con eso?
Ada Belle dio un suspiro.
-Que es el papá.
Jean Louise se rio.
-Vamos, Ada Belle ...
-Es cierto, Jean Louise. Me
apuesto algo a que, si Francine no está embarazada, es porque todavía no ha
empezado.
-¿Empezado a qué?
-A menstruar --contestó Ada Belle
con tono impaciente-.
Apuesto a que lo ha hecho con las
dos.
-¿El qué? -Jean Louise estaba ya
totalmente perpleja.
A las chicas les dio un ataque de
risa.
-No sabes nada, Jean Louise Finch
-dijo Ada Belle-. Lo primero es que . .. que ... y, luego, si lo haces después
.. . después de empezar, entonces tienes un bebé, seguro.
-¿Hacer qué, Ada Belle?
Ada Belle miró al corrillo y
guiñó un ojo. -Bueno, lo primero que hace falta es un chico. Luego él te abraza
fuerte, respira con mucha fuerza y entonces te da un beso a la francesa. Eso es
cuando te besa, abre la boca y te mete la lengua ...
Un pitido en los oídos impidió a Jean
Louise escuchar el resto del relato de Ada Belle. Sintió que la sangre
abandonaba su cara. Le sudaban las palmas de las manos e intentó tragar saliva.
No iba a irse. Si se iba, las demás se darían cuenta. Se puso de pie y trató de
sonreír, pero sintió que le temblaban
los labios. Cerró la boca con fuerza y apretó los dientes.
- . .. y eso es todo. ¿Qué pasa,
Jean Louise? Estás blanca como un fantasma. No te habré asustado, ¿verdad? -Ada
Belle mostró una sonrisa de superioridad.
-No -respondió--. Es que no me
encuentro muy bien. Creo que me voy dentro. Rezó por que no se dieran cuenta de
que le temblaban las rodillas cuando cruzó el patio. En el aseo de chicas, se
apoyó en el lavabo y vomitó. No había duda: Albert había sacado la lengua.
Estaba embarazada.
SILENCIO
De El mal de Montano de Vila-Matas, p. 222
Hace unos días, recién llegado
yo a esta ciudad con Rosa, él se quedó perplejo cuando supo que no tenía
preparado nada para decir aquí esta noche, y me dijo: “¿Y qué vas a hacer entonces? Estarte callado? Haz verbo en el
tesoro del silencio.”
Hago verbo. Y hago teoría y les digo que
comparto con el monsieur la idea de que el mundo ya no puede ser recreado como
en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva única del escritor. El
monsieur y yo creemos que el mundo se halla desintegrado, y sólo si uno se
atreve a mostrarlo en su disolución es posible ofrecer de él alguna imagen verosímil.
Hago verbo, pues, y anuncio que,
por culpa del monsieur, mi relación con Rosa hace ya tiempo que dejó de ser estable.
También por culpa del monsieur ahora ustedes, viéndome, tal vez piensen en
Fausto, Drácula o el Quijote. No sé si es muy buena esa idea suya, no sé si
debo agradecérselo. Pero hago verbo mientras tanto y también conferenciateatro y
voy caminando y, guiado por el azar de la mente del monsieur, veo cómo en el
fondo se va construyendo sola, a su aire, con ritmo y misterio, la teoría.
REALISMO
De El mal de Montando de Vila-Matas, p.64-65
Esa noche, en mi cuarto de hotel,
fui pensando en todas estas cosas y dándole mentalmente, cada cuarto de hora,
las gracias a Tongoy por haberme apartado, aunque fuera tan sólo ligeramente,
de mi literatosis -asl calificaba Onetti a la obsesión por el mundo de los libros-
y por haberme recordado lo incierto que era el futuro de la literatura. Esa
noche, frente al espejo que reflejaba mi triste figura, acabé concentrando mis
pensamientos en la provincia más mundana y necia del mal de Montano de la
literatura, y me dije que no era una zona geográfica con pocos años de
existencia, pues en realidad Milton, por ejemplo, ya hablaba de ella cuando decía
haber visitado una nebulosa zona gris, una provincia en la que sus habitantes
se dedicaban, por costumbre, a machacar la elegancia de espíritu y las más
nobles corrientes de la tradición literaria. Y Schopenhauer también parecía
haber visitado esa provincia mundana y necia cuando decía que ocurre en la
literatura como en la vida: de cualquier lado que uno se vuelva, choca
enseguida con el incorregible vulgo de la humanidad, que está en todas partes
por legiones, llenándolo todo, y manchándolo todo, como las moscas en verano, y
de ahí la cantidad de malos libros, eso que él llamaba la cizaña parasitaria.
Esa cizaña habita de forma masiva
en la provincia más mundana y necia del mapa del mal de Montano de la literatura,
un complicadísimo mapa en el que encontramos gran variedad de provincias, de
madrigueras, de naciones, de recodos, de bosques, de islas, de esquinas
sombrías, de ciudades. La verdad es que, desde esa noche en el hotel de
Valparaíso, viajo con frecuencia por ese mapa; viajo muy a menudo por ese mapa
que voy lentamente dibujando y donde, por cierto, casi en sus afueras se halla
-aún ni lo he dibujado- un suburbio al que llaman España, donde se jalea una
especie de realismo castizo del siglo XIX y donde para una gran parte de los
críticos y los lectores lo normal es el desprecio por el pensamiento. Una perla
de suburbio. Por si fuera poco, se trata de un suburbio conectado a través de
un túnel submarino -que ya no puede ni salir en el mapa- con una especie de
territorio que recuerda a aquella isla del Realismo que descubriera Chesterton, una isla en la que sus habitantes
aplauden apasionadamente todo lo que les parece arte verdadero y gritan: “¡Eso
es realismo! ¡Así es como son las cosas verdaderamente!” Los españoles son de
esa clase de gente que se cree que por repetir una y otra vez la misma cosa al
final acaba siendo verdad.
VEJEZ
El mal de Montano de E.Vila-Matas, p.241
Quiero adentrarme a fondo en la
irrealidad, huir de tanto odioso fantasma, de tanta falsificación y mascarada,
huir de una realidad que ya no tiene sentido. “Uno no se vuelve viejo en el
curso de una tarde” comentaba John Cheever en sus diarios, lo decía a propósito
de su cuenco EL nadador, donde el protagonista cruzaba piscinas en el
transcurso de unas horas que acababan convirtiéndose en meses, y finalmente en
años, volvía a su hogar convertido en un anciano. “Pero bueno, juguemos un poco”,
recuerdo que añadía Cheever. Ustedes han podido ver cómo, sin embargo, sí es perfectamente
posible volverse viejo en el tiempo que dura una conferencia sobre el diario
personal como forma narrativa. Ustedes han podido presenciar mi desagradable
mutación, y saben que es lógico que me encuentre de malhumor. Voy a salir de
este Museo de Literatura veinte años más viejo, me he transformado en uno de
esos ancianos terribles y muy peligrosos de los que hablaba Macedonio Fernández
en una de sus notas.
George Sand ya había hablado de
este fenómeno de envejecer en directo, a la vista de todo el mundo. En una de sus
novelas habla de un salón francés en el que observa los gestos y las muecas de
la trasnochada aristocracia y ve a todos los ancianos aristócratas envejecer
ah! mismo. Y Marcel Proust utiliza esa idea para su Recherche. Y ahora se diría
que la idea me ha utilizado a mí, pues como todos ustedes han podido
perfectamente apreciar -y ello ha constituido el espectáculo esencial de esta
conferencia-, se me ha visto esta noche envejecer aqul mismo, a la vista de
todos. Me sabe mal por ustedes, que se han desplazado a este Museo para oír una
conferencia y han acabado asistiendo al espectáculo de un pobre cornudo que ha
envejecido veinte años en dos horas
En la imagen fotograma de El tiempo recobrado de Raúl Ruiz
K
De El mal de Montano de Vila-Matas, 264-265
En julio se comprometió por
segunda vez con Felice Bauer. En agosto escupió sangre. El 4 de septiembre le
diagnosticaron tuberculosis y el 12 le dieron la baja en la oficina.
En octubre, en su diario, comparó
a Dickens con Robert Walser y dijo que los dos disimulaban su inhumanidad tras sus
estilos de desbordante sentimiento.
Se trata de una intuición genial
de Kafka y todavía hoy ( absolutamente difícil de aceptar por esas mentes
preclaras) que creen en la cultura cálida y que siempre han visto en Dickens al
fundador de no sé qué realismo vital y cariñoso ', con la pobre humanidad
cuando de hecho era alguien que, al
igual que Walser, tenía una inteligencia fría y demoledora, lo que le convertía
de puertas adentro, para todos aquellos que le trataban, en un ser terrible y
secretamente inhumano, sólo obligado por las circunstancias tontunas de la
época a repartir falsos y buenos sentimientos a mansalva
El 10 de noviembre escribió Kafka
en su diario: “Hasta ahora no he anotado lo decisivo, aún sigo fluyendo en dos cauces.
El trabajo que me aguarda es enorme.” A finales de noviembre, irrumpió en casa
de Max Brod leyendo en voz alta a Walser, lo leía y se reía. “Pero mira,
escucha lo que dice este hombre completamente en serio”, le decía a Brod. En diciembre
se produjo la ruptura del segundo compromiso con Felice Bauer.
En fin. Debería ir terminando por
hoy, ya es noche cerrada y va aproximándose a su final este 25 de septiembre y yo
-llamadme Walser- voy despidiéndome del día y también de este recuerdo de un
año en la vida de Kafka, este recuerdo que se ha conve rtido en digresión que me ha desviado de
la narración de mis pasos vagabundos por la carretera perdida. Debería ir
terminando, pero voy a seguir un rato más, voy a continuar relatando la historia de mi
íntima fuga minima, voy a seguir de viaje sin moverme de casa, pero estando
también en la carretera perdida.
No debes decir que me comprendes
(KAFKA en carta a MAX BROD)
INCIPIT 500. LAS DOS MUERTES DE SOCRATES / IGNACIO GARCIA-VALIÑO
La lección más dura de su vida la
aprendió Neóbula a los doce años, cuando nada sabía aún del sexo. Era una
esbelta púber, rozada por las miradas lúbricas de los hombres, recién sacada de
su casa para no regresar. La peste había puesto a su madre a pudrir la tierra,
y dos años atrás su padre había perecido en los fosos de las cameras de
Siracusa, adonde fue deportado por los espartanos como prisionero durante la
gran guerra. Sus dos tíos corrieron parecida suerte, uno en la batalla de
Anfípolis, y el otro en paradero desconocido. No quedaba quien la cuidara,
salvo una tía lejana, demasiado mayor para hacerse cargo de ella, así que fue vendida
a Aspasia para ser convertida en hetaira de lujo.
Neóbula había oído hablar de la
dueña del burdel, Aspasia de Mileto, viuda de Pericles, de quien se contaban tantas
cosas y tan contradictorias: sus influencias en determinados círculos
masculinos, su cultura, cierta leyenda entreverada de turbios ardides, y sobre
todo el negocio que bajo la mera apariencia de una casa de placer encubría una escuela
de mujeres.
Tenía cuarenta y ocho años
Aspasia cuando acompañó a Neóbula al templo de Mrodita. Allí la púber depositó una
corona de flores a los pies de la diosa, y a continuación se despojó de su túnica.
Aspasia la examinó: su cuerpo aún no estaba del todo formado, pero prometía ser
la muchacha más bella que habría pisado su local. Sus ojos tenían el duro
brillo de un zafiro. Cuando acabara de desarrollarse, ese cuerpo sería
perturbador
INCIPIT 499. RETRATOS / TRUMAN CAPOTE
EL DUQUE EN SUS DOMINIOS (1956)
La mayoría de las muchachas
japonesas se rien tontamente por nada. La pequeña criada del Hotel Miyako, en
Kioto, no fue una excepción. La hilaridad, y las tentativas por suprimirla,
enrojecieron sus mejillas (al contrario que los chinos, el rostro de los
japoneses por lo general tiene bastante color), y sacudieron su figura rolliza,
envuelta en un kimono estampado con motivos de peonías y pensamientos. No había
ninguna razón especial para su alegría. La hilaridad japonesa funciona sin
motivo aparente. Sólo le había pedido que me dijera cómo llegar a cierta
habitación. «¿Vino ver Marran?», dijo, casi sin aliento, mientras mostraba, como
tantos de sus compatriotas, un despliegue de dientes de oro. Luego, con pasos
diminutos, como de pies con dedos de paloma que se desliza, propios de quien
luce un kimono, me condujo por un laberinto de corredores mientras decía: «Yo
llamo usted puerta Marran.» El sonido de la ele no existe en japonés, y la
criada decía «Marran» en vez de Marlon
INCIPIT 498. VE Y PON UN CENTINELA / HARPER LEE
Desde Atlanta, venía mirando por
la ventanilla del vagón restaurante con un deleite casi físico. Mientras se
tomaba el café del desayuno, vio cómo quedaban atrás las últimas colinas de
Georgia y aparecía la tierra rojiza, y con ella las casas con tejados de chapa
en medio de patios bien barridos, y en los patios las inevitables matas de
verbena rodeadas de neumáticos encalados. Sonrió cuando vio la primera antena
de televisión en lo alto de una casa de negros sin pintar. Conforme aparecían
más y más, se redobló su alegría.
Jean Louise Finch siempre hacía
el viaje por aire, pero para aquella visita anual a casa decidió ir en tren
desde Nueva York hasta el Empalme de Maycomb. Por un lado, porque se había
llevado un susto de muerte la última vez que viajó en avión, cuando el piloto
optó por atravesar un tomado. Por otro, porque llegar a casa en avión
significaba que su padre tenía que levantarse a las tres de la mañana, conducir
ciento sesenta kilómetros para ir a buscarla a Mobile y trabajar después toda
la jornada. Tenía ya setenta y dos años, y no era justo hacerle eso.
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