Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LAS MADRES

De La isla de la infancia de KO KnausgaRd, p. 289
Tuvo que ser mi madre. Ella hacía cosas así, lo sé, pero durante los meses en los que he estado escribiendo esto, en esa avalancha de recuerdos de sucesos y personas que se me ha venido encima, ella está ausente casi del todo, es como si no estuviera, sí, como si perteneciera a uno de esos recuerdos falsos que tienes a través de lo que te han contado, y no por lo que has vivido. ¿A qué se debe eso?
Porque había alguien allí, en el fondo de ese pozo que es la infancia, y era ella, mi madre, mamá. Era ella la que nos preparaba las comidas y la que todas las tardes nos reunía en torno a ella en la cocina. Era ella la que compraba, tejía y nos cosía la ropa, era ella la que la remendaba cuando se rompía. Era ella la que acudía con tiritas cuando nos caíamos y nos hacíamos rasguños en las rodillas, fue ella la que me llevó al hospital cuando me rompí la clavícula, y al médico, cuando -algo bastante menos heroico- contraje la sarna. Fue ella la que estuvo fuera de sí de preocupación cuando una niña murió de meningitis y al mismo tiempo yo me puse malo con un resfriado y tenía la nuca algo tiesa, entonces me metió a toda prisa en el coche y me llevó a Kokkeplassen, con la angustia iluminándole el rostro. Era ella la que nos leía en voz alta y nos lavaba el pelo cuando nos bañábamos, y era ella la que luego nos dejaba pijamas limpios sobre la cama. Era ella la que nos llevaba al entrenamiento de fútbol por las tardes, era ella la que asistía a las reuniones en el colegio y la que se sentaba entre los otros padres para hacernos foros en las fiestas de fin de curso. Era ella la que luego pegaba las fotos en un álbum. Era ella la que hacía tartas para nuestros cumpleaños, y las pastas navideñas y las de cuaresma.

INCIPIT 508. UNA BELLEZA RUSA / VLADIMIR NABOKOV

Oiga, de quien ahora nos ocuparemos, nació el año 1900, hija de una familia de nobles adinerados, libres de preocupaciones. La pálida muchachita con su blanco traje de marinero. los cabellos castaños peinados hacia un lado y unos ojos tan alegres que todo el mundo se los besaba, fue considerada una belleza desde su infancia.  La pureza de su perfil, la expresión de sus labios cerrados, la sedosidad de las trenzas que le colgaban hasta la cintura. todo resultaba en cantador. Su infancia transcurrió gozosa. segura y alegre. Como desde antiguo era habitual en nuestro país. Un rayo de sol sobre la cubierta de un volumen de la Bibliotheque Rosen la finca familiar, la clásica escarcha en los jardines públicos de San Petersburgo ... Un repertorio de recuerdos, como los citados constituía su única dote cuando salió de Rusia en la primavera de 1919. Todo sucedió en total consonancia con el estilo de la época. Su madre murió de tifus, su hermano fue ejecutado frente al pelotón de fusilamiento. Desde luego, todo fórmulas hechas. los escalofriantes chismorreos de rigor, pero así sucedió,  no existe otra manera de decirlo, y de nada servirá apartar la nariz con desprecio.

INCIPIT 507. NOVELAS (2001-2005) / JULIAN RODRIGUEZ

UN CORTE DE PELO
El poema se titulaba «Miedo».
Miedo a no amar y miedo a no amar lo suficiente, decía.
Miedo a que lo que yo amo resulte letal para los que yo amo.
Conducía despacio. No le gustaba hacerlo de noche. Aunque le ayudaba a pensar en otras cosas, a recordarlas. Como aquel poema.
Marino, a su lado, dormía. Le miró varias veces. Su ánimo hacia él cambiaba como las curvas de la carretera: vacío, unas; compasión, otras.
Aún faltaban sesenta kilómetros para su destino. No lo despertaré hasta entonces, se dijo.
Rosana llamó desde Brighton. La casa es fantástica, aseguró. Tenía un jardín. Los rosales trepaban por la fachada.
Le había enviado una postal el primer día, ¿no había llegado? Quizá la entregaran cuando él ya estuviera de viaje.
¿No te animas a venir? Podría ir a buscarte al aeropuerto. Practicarías tu inglés. Le dictó su número de teléfono por si le apetecía llamarla.

Pensaba en la conversación mientras sorbía la sopa.

MOTORINOS

De A propósito de Majorana, p. 216
La ciudad de Nápoles tiene más de cuatro millones de habitantes, la mayor parte de los cuales se desplaza en motorino por sus calles como si de las arterias de un enorme hormiguero se tratase, y creo no exagerar si digo que en nuestro camino hacia el castillo de Sant'Elmo nos cruzamos al menos con la mitad. No existe ningún tipo de regla que regule el tráfico en ese sitio como no sean los gestos que los conductores intercambian mirándose a los ojos para intentar interpretar las espontáneas intenciones del otro y oponer la máxima resistencia a las mismas, hasta el punto en que se ven superados por la evidencia de que el espacio que quieren ocupar ya ha sido conquistado, lo cual conduce a una serie de insultos y bocinazos que al instante siguiente se desdibujan en ese torrente imparable que mezcla máquinas y humanos sin ningún concierto. Y sin embargo, y según la escala desde la que se mire, puede llegar a hallarse una cierta armonía en todo aquello, una cierta cadencia casi musical que no deja de exhibir su propia forma de belleza: más allá de los elementos aislados, parece como si existiese una comunión de nivel superior que los involucra a todos y los funde. Y no sólo de motorinos se compone esta jungla; los coches y los taxis ejercen la misma anarquía a la hora de desplazarse. Los primeros minutos de conducción fueron francamente intimidantes, como si se tratara de un jueguito electrónico en el que de cualquier parte podía surgir un obstáculo y hubiera que estar muy atento para ir sorteándolos. Poco a poco, sin embargo, mi cerebro fue comprendiendo que debía dejar de intentar procesar los datos, que era mucho más provechoso dejarse llevar por el instinto, ese que nos permite aprovechar todos los resquicios y reaccionar antes de que el otro lo haga para ganar el par de centímetros que hacen falta para conquistar el cruce de una bocacalle. Cuando se alcanza la confianza necesaria, el disfrute que semejante grado de improvisación depara se adueña de los reflejos de uno, y entonces el paseo se convierte en una mezcla de danza ritual y de ejercicio de lucha que hace aflorar lo más primario de cada uno.

DESTINO

De A propósito de Majorana, p. 177
Hay tantos hombres en la tierra, tantos destinos entrecruzados, que cuesta pensar en la partitura que los aglutine a todos, una que sea capaz de hacer sonar la música en la que cada parte, cada uno de los destinos de cada uno de los hombres, entre en armonía con los otros. Y sin embargo ocurre. Si uno despega la mirada de la vida de cualquier individuo, si logra salir de ese trazo particular para leer el movimiento que los distintos recorridos inscriben en el conjunto, puede comprobar que es armónico, como si cada uno de los trazos obedeciera a una especie de control central. A partir de ahí uno puede pensar que los destinos en el fondo no son tan diferentes unos de otros, y que es en esa uniformidad donde radica la posibilidad de armonía. Pero también se puede pensar en que no son las caracteristicas de cada movimiento las que posibilitan la coincidencia, sino que es el orden central el que determina los parámetros dentro de los cuales se moverán los diferentes recorridos. Superflua -o no tanto- resulta entonces la pregunta acerca del grado de libertad que conservan los individuos dentro de los parámetros fijados. Lo importante de esta idea es que implica la idea de predestinación,   el hecho de que nuestros cuerpos y nuestras mentes no son libres en realidad, sino que nacen delimitados por la partitura que el orden central les impone. Quien crea en la predestinación,  en que las cosas pasan por algo, debiera tener sin duda un grado de ansiedad menor frente a lo que el futuro le depare. Todos sus pasos han sido escritos ya en las estrellas, con lo que  poco puede afectar e] empeño que ponga en querer variarlos.

NAPOLITANOS

De A propósito de Majorana, p. 241
Un pequeño altercado llamó mi atención. Un parroquiano con alguna copa de más al parecer había importunado de algún modo a una dama y otro más caballeresco lo había invitado a retirarse. ¿Qué costumbre era aquella que ·tan bien conocía yo de pasarse las horas en una barra, apaleando la conciencia hasta que nos dejase tranquilos, hasta que nos permitiera volver a ser niños por un rato, espíritus sin cuerpo que no sienten el peso de las responsabilidades ni el paso del tiempo? ¿A qué respondía esa necesidad tan antigua? El hecho es que ahí estábamos cumpliendo con el ritual, y sintiendo los dientes ya reblandecidos pensé en los espíritus del gringo Ross, y concluí que se trataba de una de las bromas de la vida, de esas de las que tanto le gusta gastar: mientras ellos querían un cuerpo para poder emborracharlo, los que teníamos uno nos dedicábamos a intoxicarlo hasta olvidamos de su existencia, hasta convertirnos en almas libres que revolotean por el espacio en un tiempo infinito. Era evidente que no formábamos parte de una raza facil de contentar. Al cabo de un momento el gringo se dejó caer en su silla con dos nuevos vasos en las 

NAPOLES

De A propósito de Majorana de Javier Argüello, p. 151
Nápoles,  el presente
-Y ¿qué le parece la ciudad? -me dijo el dueño del hotel mientras trabajaba en uno de sus pesebres.

¿Qué me parecía la ciudad? Me parecía un hervidero de vida y de historia donde la realidad resultaba más real que en ningún otro sitio que yo hubiera conocido, como si comparándolas con Nápoles, todo el resto de ciudades en las que había estado pecaran de cierta frivolidad. Me parecía que si el origen de la especie humana había estado en África con los bosquimanos, el comienzo de la metrópolis moderna no había estado ni en Londres ni en París, que ésos eran experimentos planificados. Antes de que Londres iluminara sus calles con aceite de ballena y de que París abriera sus grandes avenidas, Nápoles ya había agotado la mayor parte de los experimentos que la sociología urbana podía concebir. Los puertos de mercancías cartagineses habían dejado su estampa sobre las empalizadas griegas y la dinastía de los Borbones había elevado su señorío hasta convertirlo en Camorra, fundiendo en un mismo escenario casi todas las variantes a las que puede asomarse la condición humana. Me parecía que en esas calles había ocurrido todo lo que podía tener que ver con la civilización occidental y moderna, el comercio y la guerra, el honor y la traición, la elevada erudición y la más animal de las supervivencias.

LA VIDA PRIVADA

De La isla de la infancia de KO Knausgrad, p. 180
-¡Y una vez una vaca me meó encima!
Miré a mi alrededor y acogí con entusiasmo las risas que siguieron. La señorita no dijo nada, dio la palabra a otro niño, pero por la cara que puso vi que no me creía. Cuando todos los que querían decir algo lo hubieron dicho, nos leyó un trozo de nuestro libro de texto sobre Ola-Ola Heia. Luego nos preguntó sobre lo que nos había leído, ignorándome  por completo, hasta que sonó el timbre. Entonces me pidió que esperara un momento.
-Karl Ove --dijo-, espera un poco, tengo que hablar contigo.
Me quedé junto a su mesa mientras los demás salían corriendo. Cuando nos quedarnos solos, se sentó en el borde y me miró.
-No todo lo que sabemos de los demás se puede decir --dijo-, como por ejemplo lo que has dicho sobre el padre de Leif Tore. ¿No crees que Leif Tore se sentirá apenado por eso?
-Sí -dlije.
-Él no quiere que lo sepan los demás. ¿Lo entiendes?
-Sí --dije, y me eché a llorar.
-Hay algo que se llama vida privada -prosiguió ella-. ¿Sabes qué es eso?
-No -contesté, lloriqueando.
-Es todo lo que ocurre en casa, en la mía, en la tuya, en la de todos. Si uno ve lo que ocurre en otras casas, no siempre es bueno contárselo a los demás. ¿Lo entiendes?
Dije que sí con la cabeza.
-Bien, Karl Ove. No estés triste. Tú no lo sabías. ¡Pero ahora ya lo sabes! Ya puedes irte.

INCIPIT 506. COMO BOLA DE NIEVE / JOYCE CAROL OATES

Era una tarde cualquiera de enero, un jueves, cuando vinieron a buscar a Matt Donaghy.
Fue en la quinta hora de clase, cuando Matt se encontraba en la sala de estudio, en el aula no del instituto Rocky River, en el condado de Westchester.
Matt y tres amigos, Russ, Stacey y Skeet, habían formado un círculo con sus pupitres en el fondo del aula y estaban discutiendo en voz baja sobre la adaptación teatral en un solo acto que había hecho Matt a partir de un relato de Edgar Allan Poe; estaba previsto que, al finalizar las clases en el Club de Teatro, leyeran William Wilson: un caso de confusión de identidad a los  miembros del club y a su profesor, el señor Weinberg. Era una coincidencia que el señor Weinberg, que enseñaba Literatura y Teatro en el instituto Rocky River, fuera el encargado de vigilar la hora de estudio. Cuando llamaron a la puerta del aula, se dirigió a abrirla con su habitual ademán amable y despreocupado.
-¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?
Sólo se dieron cuenta de ello unos pocos estudiantes sentados cerca de la puerta. Tal vez advirtieran cierta nota de sorpresa en el tono del señor Weinberg. Pero éste, con su cabello pelirrojo que iba encaneciendo {y que llevaba más largo que la mayoría de sus colegas varones

del instituto) y una barba hirsuta que invitaba a la burla, tenía el don de dar un toque teatral a los comentarios más normales, poniendo una nota de humor siempre que podía. Llamar «caballeros» a dos desconocidos era muy propio del sentido del humor del señor Weinberg.

INCIÌT 505. EL SANTO / CESAR ARIA

En una pequeña ciudad catalana empinada en los acantilados sobre el azul Mediterráneo, vivía un monje con fama de santo. Había sido peregrino de muchas tierras, venía de lejos, pero desde que huyera de él la juventud se había afincado en el monasterio del lugar, y allí envejecía lentamente. Transcurrían los últimos siglos de la Edad Media, que parecía como si no fuera a terminar nunca. La cultura de la época, sus sueños, sus guerras, se desenrollaban sobre el suelo europeo como una colorida alfombra a la que el Tiempo volvería Historia. Por el momento era una confusión nada más. Nadie se ocupaba de aclararla, porque no les convenía y porque los trabajos de la Razón estaban devaluados. La fe subyugaba al pueblo. Era una época de milagros y resurrecciones, en la que todo era posible. Se mezclaba el saber con la ignorancia, y las rigideces del dogma corrían lado a lado con las libertades de lo cotidiano. Ciclos inmutables de las estaciones embebían las fachadas de las grandes iglesias, verdaderos palacios de lo sobrenatural, a los que acudía una grey siempre mayor en busca de la poesía y fantasía que no tenían en sus vidas. También en busca de consuelo y esperanza, bienes tan apreciados como necesarios. En ese estadio de la civilización la esfera humana se encontraba relativamente inerme frente a los embates naturales de sismos, plagas, epidemias,  inundaciones, incendios forestales, sin contar con los males inevitables, como el envejecimiento y la muerte, contra los cuales ni los avances de la ciencia ni los de la magia podrían nada en el futuro.

EPÍSTOLA DE SANTIAGO APÓSTOL A LOS SALMONES DEL ULLA


DE Fábulas y leyendas del mar de Alvaro Cunqueiro, p. 279
Epístola de Santiago Apóstol a los salmones del Ulla
Y aconteció que, subiendo la Barca Apostólica por las claras aguas del río Ulla, y siendo por el tiempo alegre de abril, se juntaron a babor y a estribor y a popa multitud de salmones, todos los que estaban remontando el río, como suelen, para el desove; y, como es verdad, según dijo el hagiógrafo griego, que «los huesos de los santos, de los mártires y de las vírgenes están vivos en sus venerados sepulcros, como si no los hubiese tocado el ala de la muerte corporal», y conservan milagrosamente el oído y la voz, aconteció que Jacobo muerto escuchaba a los salmones que unos a otros se preguntaban por aquella barca de luz que subía con ellos, y mucho más plateada y que daba un perfume que se posaba en las aguas y llegaba a ellos, dulce y misteriosa canela. Se dijo Jacobo que no podía perder aquella ocasión pata predicar la Buena Nueva a aquella población fluvial, hizo que de sus huesos brotase su imagen, tal como en vivo fue, y puesta esta figura suya de pie en el banco de la barca, apoyándose en el palo, y haciendo uso del don de lenguas, dijo:
“Hermanos: a la curiosidad vuestra por saber qué barca es ésta, a quién conduce y de dónde viene el insólito perfume que os sorprende, corresponde la mía por saber de vuestra nación, y si sois gentiles o ya habéis escuchado el nombre de Jesús. Yo os digo que prediqué que Jesús es el Hijo de Dios vivo, y, por predicarlo, en lejana tierra de la que nunca habréis oído hablar, porque allá no hay río que vaya al mar, fui degollado por gente incrédula y cruel…”

INFANCIA

De La isla de la infancia de KO Knausgard, p. 157
Mis padres iban más elegantes que de costumbre. Mi padre llevaba una camisa blanca, americana marrón de tweed con coderas marrones y un pantalón de algodón beige, y mi madre un vestido azul. Y Yngve y yo llevábamos camisa y pantalón de pana, el de Yngve marrón, el mío azul. El día estaba nublado, pero las nubes eran de esas blanquecinas y ligeras que impedían la vista del cielo, pero que no traían lluvia. El asfalto estaba seco y entre grisáceo y azul; en la urbanización, los troncos de los pinos estaban quietos, secos y rojizos. Yngve y yo nos sentamos detrás, mis padres delante. Mi padre encendió un cigarrillo antes de arrancar el coche. Yo estaba sentado justo detrás de su asiento, de manera que no podía verme por el retrovisor si no me echaba hacia un lado. Cuando llegamos al cruce al final de la cuesta del puente, entrelacé las manos y me dije por dentro:
Querido Dios, no permitas que choquemos hoy. Amén.

Siempre decía esta oración cuando emprendíamos viajes algo más largos, porque mi padre conducía muy deprisa, siempre por encima del límite permitido, siempre adelantando a otros coches. Mi madre solía decir que era un buen conductor, y supongo que lo era, pero cada vez que aceleraba e invadíamos el otro carril, yo me estremecía de miedo.

FUEGO

De La isla de la infancia de KP Knausgrad, p.226-227
 Pero el fuego llegaba, se veía. Y cuando ya lo habías visto, no podías evitar verlo por todas  artes, en chimeneas y estufas, en todas las fábricas y naves de producción, y en todos los coches que circulaban por calles y carreteras, y que por las noches estaban en los garajes o aparcados delante de las casas, porque el fuego ardía también en ellos. Los coches también eran profundamente arcaicos. En el  fondo, esa inmensa antigüedad se encontraba en todas las cosas, desde las casas, que eran de cemento o de madera, hasta en el agua que entraba y salía por las tuberías de las mismas, pero como para cada generación todo ocurre como si fuera por primera vez, y esta generación había roto con la anterior, esto era algo que se encontraba muy atrás en su conciencia, si se encontraba, porque en nuestras cabezas no sólo éramos personas modernas de la década de los setenta, sino que nuestro entorno también era un moderno entorno de la década de los setenta. Y nuestros sentimientos, los que nos llenaban a todos y cada uno de los que vivíamos allí, en esas tardes y noches de primavera, eran sentimientos modernos sin otra historia que la nuestra propia. Y para los que éramos niños, eso significaba ninguna historia. Todo sucedía  por primera vez. Nunca se nos ocurría pensar que también los sentimientos eran antiguos, tal vez no tanto como el agua y la tierra, pero sí tan antiguos como los seres humanos. Qué va, ¿por qué íbamos a pensar en eso? Los sentimientos que rebosaban en nuestro pecho, que nos hacían gritar, reírnos o llorar, eran  simplemente algo que teníamos, eran nosotros tal y como éramos, más o menos de la misma manera que el frigorífico tenía una luz que se encendía cuando se abría la puerta, o las casas un timbre que sonaba cuando alguien lo pulsaba. 

LLANTO

De La isla de la infancia de KO Knausgard, p. 249
-¡Hoy he metido un gol!
-¿Habéis jugado un partido? -preguntó Yngve.
-No -contesté. -No hemos empezado con eso todavía. Ha sido en el entrenamiento.
-Pero entonces no es nada .
Un par de lágrimas me rodaron por las mejillas. Mi padre me echó esa mirada suya dura e irritada.
-¡Pero no puedes echarte a llorar por ESO! -dijo-. ¡Tienes que aguantar UN POCO!
Entonces me eché a llorar de verdad.

Lo de echarme a llorar con tanta facilidad era un problema. Lloraba cada vez que alguien me regañaba o reprendía, o cuando pensaba que lo harían. Solía ser mi padre, ante él me ponía a llorar cada vez que levantaba la voz, aunque sabía que él lo detestaba. No podía remediarlo. Cuando él levantaba la voz, yo me echaba a llorar. Con mi madre no lloraba nunca. 

TRISTEZA

De La isla de la infancia de KO Knausgard, p.245-246
Otras veces me imaginaba que me moría, el gran dolor que entonces sentiría ella, y el arrepentimiento cuando entendiera que lo que realmente quería, es decir, estar conmigo, ya no era posible, porque yo descansaba en el ataúd, con coronas de flores encima. En general, la muerte constituía en aquella época un pensamiento dulce, porque Anne Lisbet no sería la única persona que se arrepentiría de lo que había hecho, también mi padre tendría que hacerlo. Estaría delante de mi ataúd llorando, delante de mí, muerto tan joven.  Toda la urbanización estaría allí, y tendrían que reconsiderar todo lo que habían pensado sobre mí, porque yo ya no estaba, y el que realmente había sido yo aparecería dibujado por primera vez con más claridad. Pues sí, la muerte era dulce y buena y un gran consuelo. Pero aunque yo estaba triste por lo de Anne Lisbet, ella seguía allí, la veía todos los días en el colegio, y mientras ella estuviera cerca, habría esperanza. La oscuridad que a veces me sobrevenía al pensar en ella era por tanto muy diferente a esa otra oscuridad, a lo que me entristecía y pesaba, y que también conocía Geir, porque una tarde que estábamos sentados en su cuarto me preguntó qué me pasaba.
-Nada en especial -respondí.
-¡Pues estás muy callado! -dijo.
-Ah, bueno -dije-. Es que estoy muy triste.
-¿Por que? -No lo sé. No hay ninguna razón en especiaL Sólo que estoy
triste.
-A mí también me pasa eso algunas veces -dijo.
-¿A ti también?
-Sí.
-¿Que estés triste sin que haya pasado nada especial?
-Sí, a mí también me pasa.
-No lo sabía -dije-. N o sabía que a otros también les pasaba eso.
-Lo podemos llamar así -propuso Geir-. "Eso”. Podemos decirlo cuando nos sentimos así. “«Ahora me pasa eso”, podemos decir, y entonces el otro lo entenderá enseguida.

-Es una idea muy buena -dije.

INCIPIT 503. VE Y PON UN CENTINELA / HARPER LEE

Desde Atlanta, venía mirando por la ventanilla del vagón restaurante con un deleite casi físico. Mientras se tomaba el café del desayuno, vio cómo quedaban atrás las últimas colinas de Georgia y aparecía la tierra rojiza, y con ella las casas con tejados de chapa en medio de patios bien barridos, y en los patios las inevitables matas de verbena rodeadas de neumáticos encalados. Sonrió cuando vio la primera antena de televisión en lo alto de una casa de negros sin pintar. Conforme aparecían más y más, se redobló su alegría.

Jean Louise Finch siempre hacía el viaje por aire, pero para aquella visita anual a casa decidió ir en tren desde Nueva York hasta el Empalme de Maycomb. Por un lado, porque se había llevado un susto de muerte la última vez que viajó en avión, cuando el piloto optó por atravesar un tornado. Por otro, porque llegar a casa en avión significaba que su padre tenía que levantarse a las tres de la mañana, conducir ciento sesenta kilómetros para ir a buscarla a Mobile y trabajar después toda la jornada. Tenía ya setenta y dos años, y no era justo hacerle eso. Se alegraba de haber decidido ir en tren. Los trenes habían cambiado

INCIPIT 504. LA ISLA DE LA INFANCIA / KARL OVE KNAUSGARD

Un templado y nublado día del mes de agosto de 1969, un autobús iba por una estrecha carretera del extremo de una isla de la costa sur de Noruega, entre jardines y peñascos, prados y bosquecillos, subiendo y bajando pequeñas cuestas, doblando cerradas curvas, unas veces con árboles a ambos lados, como en un túnel, y otras pegado al mar. Pertenecía a la Compañía de Vapores de Arendal, y, como todos sus autobuses, era de varias tonalidades de marrón. Cruzó un puente a lo largo de un brazo de mar, puso el intermitente a la derecha y se detuvo. Se abrió la puerta y una pequeña familia bajó de él. El padre, un hombre alto y delgado con camisa blanca y pantalón claro de tergal, llevaba dos maletas. La madre, con un abrigo beige y un pañuelo azul claro que cubría su largo pelo, empujaba un cochecito de bebé con una mano, y llevaba cogido a un niño de la otra. El humo gris y aceitoso del tubo de escape se quedó por un instante suspendido sobre el asfalto, después de que el autobús se hubiera ido.
-Hay que andar un trecho -dijo el padre.
-¿Crees que podrás, Yngve? -preguntó la madre, mirando al niño, que asentía con la cabeza.

-Claro que sí -contestó.

EL NOMBRE DEL PADRE

De La isla de la infancia de KO Knausgard, p. 157-158
La velocidad y la ira iban juntas. Mi madre conducía con prudencia, mostrando consideración, nunca le importaba si el coche de delante iba muy despacio, ella seguía detrás con mucha paciencia. Así era también en casa. No se enfadaba, siempre tenía tiempo para ayudar, no se molestaba si algo se rompía, esas cosas pasan, le gustaba hablar con nosotros, se interesaba por lo que decíamos, nos ofrecía a menudo cosas que no eran estrictamente necesarias, como gofres, bollos, cacao, pan recién hecho en casa, mientras que mi padre, por su parte, intentaba eliminar de nuestras vidas todo aquello que no tuviera una relevancia directa para la situación: comíamos porque era necesario, y el tiempo empleado en comer no tenía ningún valor en sí; cuando veíamos la televisión, veíamos la televisión, no se podía hablar o hacer otra cosa al mismo tiempo; cuando andábamos por el jardín, teníamos que ir pisando las losas, en cambio por el césped, tan grande y apetecible, no se debía ni andar, ni correr, ni rumbarse. El que ni Yngve ni yo celebráramos nunca nuestro cumpleaños en casa con los amigos formaba parte de la misma lógica, era innecesario, bastaba con una tarta con la familia después de comer. El que no se nos permitiera llevar amigos a casa también se debía a lo mismo, pues ¿por qué íbamos a estar dentro desordenándolo rodo, cuando se podía estar fuera? Nuestros amigos podrían contar en sus casas cómo era la nuestra, y eso también formaba parte de esa lógica. En realidad, eso lo explicaba rodo. No teníamos permiso para roc.ar ni una de las herramientas de mi padre, ya fueran martillos, destornilladores, tenazas o sierras, palas quitanieves o cepillos, tampoco se nos permitía cocinar, ni siquiera cortarnos una rebanada de pan, o encender el televisor o la radío. Si se nos hubiera permitido, habríamos ocasionado un desorden constante en la casa. Tal como estaba entonces, todo se encontraba en orden, como debía ser, y sólo mi padre o mi madre podían usar las cosas de una manera ordenada y adecuada. Lo mismo ocurría con su manera de conducir, él quería llegar lo ames posible, con el mínimo de  impedimentos, de un determinado punto a otro. 

ESCATOLOGIA

De La isla de la infancia de Karl Ove Knausgard, p. 120-121
A veces me contenía durante días para conseguir una cagada grande de verdad, y también porque era bueno en sí. Cuando realmente tenía necesidad de cagar, tanta que apenas conseguía mantenerme en pie y tenía que inclinarme un poco hacia delante, sentía un maravilloso cosquilleo por todo el cuerpo si no cedía y apretaba los músculos del culo todo lo que podía y más o menos empujaba la mierda al lugar de antes. Pero era peligroso, porque si lo hacías demasiadas veces, la mierda se hacía tan grande que casi resultaba imposible sacarla. ¡Dios mío, lo que dolía cuando iba a salir uno de esos gigantescos cagarros! Era realmente insoportable, el dolor me llenaba del todo, era como una explosión de dolor. ¡AHAHAHAHA!, gritaba. ¡AHAHAHAH! Y entonces, cuando la cosa iba muy mal, salía de repente.
¡Dios mío, qué bien!
¡Qué sensación tan fantástica me invadía en esas ocasiones!
El dolor había pasado.
La mierda en el váter.
Todo dentro de mí respiraba entonces paz y tranquilidad.
Tanta paz sentía que no tenía ganas de levantarme y limpiarme, sino que quería seguir allí sentado.
¿Pero merecía realmente la pena?
Antes de una de esas grandes cagadas podía estar temiéndola un día entero. No quería ir al baño, porque me dolía, pero si no iba, resultaría cada vez. más doloroso. Así que al Hnal no había otro remedio que sentarse. ¡Saber que aquello te iba a doler un montón! Una vez. tenía tanto miedo a lo que iba a sufrir que intenté buscar otra manera de sacar la mierda. Me levanté un poco y metí el dedo en el culo hasta donde pude. ¡Allí! ¡Allí estaba la mierda! ¡Dura como una piedra! Ya localizada, empecé a girar el dedo en un intento de ensanchar el paso, a la vez que apretaba un poco, y así pude poco a poco ir remolcando la mierda hasta el borde. Costó sacar hasta el último trozo pero no dolió tanto. '

¡Qué gran método!

AMAR

De La isla de la infancia de Karl Ove Knausgard, p. 428-429
Durante las siguientes semanas, Kajsa estaba constantemente en mis pensamientos. En ellos se repetían dos imágenes. En una ella se volvía hacia mí, con su pelo rubio y sus ojos azules, vestida con su ropa rosa y azul clara del 17 de mayo. En la otra yacía desnuda delante de mí en un prado. Esta última imagen me venía casi todas las noches antes de dormirme. Pensar en los grandes pechos blancos con los pezones rosas me producía dolores por todo el cuerpo. Me retorcía mientras me imaginaba varias cosas vagas pero intensas que haría con ella. Esa  segunda imagen también despertaba algo distinto en mí y en otros momentos: en medio de un salto desde el peñasco del islote, volando por los aires, con el sol de frente la veía en una visión fugaz, y dentro de mí se desataba entonces un regocijo casi enloquecido, más o menos a la vez que los pies se deslizaban por el espejo del agua y el cuerpo se metía dentro del mar azul verdoso, que frenaba la caída al cabo de unos metros, y yo, rodeado de fragorosas burbujas, y con sabor a sal en los labios, volvía a la superficie con movimientos lentos y un temblor de felicidad en el pecho. O comiendo en la mesa, cuando estaba arrancando la piel de un trozo de bacalao fresco, por ejemplo, o a punto de masticar un bocado de picadillo de pulmones, de esa consistencia tan desagradable que se hinchaba y ocupaba al principio mucho espacio, pero que cuando lo masticaba, los dientes atravesaban la masa que no ofrecía resistencia hasta el final, cuando se pegaba a los dientes, en esos momentos aparecía de repente su imagen, con una luz tan intensa que todo lo demás que me rodeaba era empujado hacia la sombra. Pero en la realidad no la veía. La distancia en línea recta entre las dos urbanizaciones sería de unos kilómetros, pero la distancia social era mayor, y no se dejaba recorrer ni en bicicleta ni en autobús. Kajsa era un sueño, una imagen en mi cabeza, una estrella en el firmamento.

Entonces sucedió algo.

NAZISMO Y CASAS

De Un reguero de polvo de Rebecca West
Y es que la pasión alemana por construir por demás debió de contribuir en no poco a la llegada de los nazis al poder. Engendró una tributación elevada y la inestabilidad, como si se levantase sobre arenas movedizas, de· la estructura financiera de Alemania, e hizo recaer sobre la industria y el comercio alemanes la obligación de retribuir a sus directivos  a una escala excesiva según los criterios de cualquier otro país europeo. Supuso asimismo un creciente agobio de  las finanzas municipales, ya que la multiplicación de casas de campo con grandes terrenos propios significó que las redes de agua corriente, gas, electricidad Y alcantarillado tuvieron que cubrir un área cada vez  más extensa, y el transporte y el mantenimiento de los caminos se convirtieron en un problema de peso. Éstos fueron los curiosos resultados de una preocupación n excesiva por los cuentos de hadas. pues eso, y no otra cosa, era el sueño que  había detrás de tanta construcción de chalés. Se aprecia a a las claras en este castillo. Las ventanas de sus torres resultaban un tanto inútiles, a menos que Rapunzel dejara caer sus guedejas por ellas; sus extrañas estancias superiores, troceadas en formas extravagantes por la inmoderada escarpadura del tejado, sólo podía ocuparlas adecuadamente un hada madrina con una rueca; la escalera de mármol estaba destinada a que descendieran por ella un príncipe y una princesa, que habrían de vivir felices y comer perdices. La mayor desgracia del pueblo alemán tal vez haya sido que su último genio, Wagner, que floreció al mismo tiempo que  se producían la unificación del país, sus conquistas militares y su hegemonía industrial, y que nunca ha visto amenazado su predominio por ningún artista posterior, se mantuviese tan cerca de los cuentos de hadas en sus obras mayores. Es como si Shakespeare hubiese confirmado su imperio de Dick Whittington y su gato, y de Juan y las habichuelas mágicas en la mentalidad inglesa; y significa que la imaginación germana se  vio a la vez ricamente fecundada, y encadenada a una fantasía primitiva peligrosa para adultos civilizados.

INCIPIT 502. UNA NOVELA DE BARRIO / FRANCISCO GONZALEZ-LEDESMA

Bien.
El hombre que ha de morir ya está dentro.
No sospecha nada. Más bien le embelesa el viejo lugar, quizá cargado de recuerdos.
-Mira los estucados del techo -susurra su acompañante-; son adornos hechos a mano que ya nadie hace. Mira los cristales tratados con ácido que se han conservado cien años. Mira la marcas en la pared, es donde estaban los espejos.
El hombre que ha de morir mira y mira como si la voz le acompañase. El hombre que ha de morir no ha visitado museos, pero la voz parece la de una guía. «Hay que ver el cuarto de baño. Ya no tiene grifería, pero milagrosamente aún conserva intacta una cerámica de Manises.»
El hombre que ha de morir sigue sin sospechar nada. Nada hasta que ve aparecer aquel guante entre los dedos, uno tan suave que es imposible saber si es de hombre o de mujer, y tan rápido como los guantes que forman parte de los juegos de magia. «¿Para qué hace falta un guante aquí? -parece pensar-, con el calor que hace ... »
Y de pronto la pistola.
Una 38.

El hombre que ha de morir lo sabe bien, conoce las armas. Mira el objeto metálico como si no entendiera nada, aunque tal vez se empiece a entender algo. Pero en el primer instante, le parece que se trata de una broma. Hasta intenta reir.

INCIPIT 501. VERSIONES DE TERESA / ANDRES BARBA

MANUEL
Ahora es como si se hubiese parado en una hondonada.
Como si estuviera quieto.
Trata de recordar los pasos que dio para encontrarse aquí. Se detiene y es el mismo bosque. Desea acercarse y es el mismo bosque. Lo reconoce. Toca un árbol. Abajo, recorriendo el sendero de piedras, el camino hace una curva. Sabe que si avanza hacia él encontrará un árbol en el que, herrumbroso, un cartel indica la dirección de la poza. Sabe que, antes de llegar, podrá escuchar el murmullo sordo del agua. Y que será el mismo murmullo que conoce. Entonces se detendrá. Antes de llegar será necesario que se detenga. Y que piense por qué está aquí. Por qué se ha levantado esta mañana y ha tomado un autobús para venir a este bosque. Por qué lo necesitaba. Recorrerá despacio en la memoria los movimientos que ha hecho y los rostros que ha visto, y ellos aparecerán; rostros y cosas, inamovibles y sólidos. Tan independientes y ajenos a lo que siente que no parecerán humanos.

Tan simples que no parecerán rostros. Y reconocerá que está aquí porque todavía quiere saber lo que ha ocurrido, porque aún no lo comprende

ADOLESCENCIA

De Ve y pon un centinela de Harper Lee, p. 130-131
Con el transcurso del año, comenzó a sentarse cada vez con más frecuencia con las chicas bajo el árbol durante el recreo. Se sentaba en medio del grupo, resignada a su suerte, pero  observaba a los chicos jugar sus partidos de temporada en el patio de la escuela. Una mañana que llegó tarde, vio que las chicas se estaban riendo con más misterio del habitual y exigió saber el motivo.
-Es Francine Owen -dijo una de ellas.
-¿Francine Owen? Ha fa1tado un par de días -observó Jean Louise.
-¿Sabes por qué? -preguntó Ada Belle.
-No.
-Es su hermana. Los servicios sociales se han hecho cargo de las dos. Jean Louise dio un codazo a Ada Belle, que le dejó sitio en el banco.
-¿Y qué le pasa?
-Que está embarazada, ¿y sabes quién ha sido? Su padre.
-¿Qué es estar embarazada? -preguntó Jean Louise.
Se oyó un gruñido en el corro de chicas.
-Va a tener un bebé, boba -dijo una de ellas.
Jean Louise asimiló la información y preguntó:
-Pero, ¿qué tiene su padre que ver con eso?
Ada Belle dio un suspiro.
-Que es el papá.
Jean Louise se rio.
-Vamos, Ada Belle ...
-Es cierto, Jean Louise. Me apuesto algo a que, si Francine no está embarazada, es porque todavía no ha empezado.
-¿Empezado a qué?
-A menstruar --contestó Ada Belle con tono impaciente-.
Apuesto a que lo ha hecho con las dos.
-¿El qué? -Jean Louise estaba ya totalmente perpleja.
A las chicas les dio un ataque de risa.
-No sabes nada, Jean Louise Finch -dijo Ada Belle-. Lo primero es que . .. que ... y, luego, si lo haces después .. . después de empezar, entonces tienes un bebé, seguro.
-¿Hacer qué, Ada Belle?
Ada Belle miró al corrillo y guiñó un ojo. -Bueno, lo primero que hace falta es un chico. Luego él te abraza fuerte, respira con mucha fuerza y entonces te da un beso a la francesa. Eso es cuando te besa, abre la boca y te mete la lengua ...
Un pitido en los oídos impidió a Jean Louise escuchar el resto del relato de Ada Belle. Sintió que la sangre abandonaba su cara. Le sudaban las palmas de las manos e intentó tragar saliva. No iba a irse. Si se iba, las demás se darían cuenta. Se puso de pie y trató de sonreír, pero  sintió que le temblaban los labios. Cerró la boca con fuerza y apretó los dientes.
- . .. y eso es todo. ¿Qué pasa, Jean Louise? Estás blanca como un fantasma. No te habré asustado, ¿verdad? -Ada Belle mostró una sonrisa de superioridad.

-No -respondió--. Es que no me encuentro muy bien. Creo que me voy dentro. Rezó por que no se dieran cuenta de que le temblaban las rodillas cuando cruzó el patio. En el aseo de chicas, se apoyó en el lavabo y vomitó. No había duda: Albert había sacado la lengua. Estaba embarazada.

SILENCIO

De El mal de Montano de Vila-Matas, p. 222
Hace unos días, recién llegado yo a esta ciudad con Rosa, él se quedó perplejo cuando supo que no tenía preparado nada para decir aquí esta noche, y me dijo: “¿Y qué vas a hacer  entonces? Estarte callado? Haz verbo en el tesoro del silencio.”
 Hago verbo. Y hago teoría y les digo que comparto con el monsieur la idea de que el mundo ya no puede ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva única del escritor. El monsieur y yo creemos que el mundo se halla desintegrado, y sólo si uno se atreve a mostrarlo en su disolución es posible ofrecer de él alguna imagen verosímil.

Hago verbo, pues, y anuncio que, por culpa del monsieur, mi relación con Rosa hace ya tiempo que dejó de ser estable. También por culpa del monsieur ahora ustedes, viéndome, tal vez piensen en Fausto, Drácula o el Quijote. No sé si es muy buena esa idea suya, no sé si debo agradecérselo. Pero hago verbo mientras tanto y también conferenciateatro y voy caminando y, guiado por el azar de la mente del monsieur, veo cómo en el fondo se va construyendo sola, a su aire, con ritmo y misterio, la teoría.

REALISMO

De El mal de Montando de Vila-Matas, p.64-65
Esa noche, en mi cuarto de hotel, fui pensando en todas estas cosas y dándole mentalmente, cada cuarto de hora, las gracias a Tongoy por haberme apartado, aunque fuera tan sólo ligeramente, de mi literatosis -asl calificaba Onetti a la obsesión por el mundo de los libros- y por haberme recordado lo incierto que era el futuro de la literatura. Esa noche, frente al espejo que reflejaba mi triste figura, acabé concentrando mis pensamientos en la provincia más mundana y necia del mal de Montano de la literatura, y me dije que no era una zona geográfica con pocos años de existencia, pues en realidad Milton, por ejemplo, ya hablaba de ella cuando decía haber visitado una nebulosa zona gris, una provincia en la que sus habitantes se dedicaban, por costumbre, a machacar la elegancia de espíritu y las más nobles corrientes de la tradición literaria. Y Schopenhauer también parecía haber visitado esa provincia mundana y necia cuando decía que ocurre en la literatura como en la vida: de cualquier lado que uno se vuelva, choca enseguida con el incorregible vulgo de la humanidad, que está en todas partes por legiones, llenándolo todo, y manchándolo todo, como las moscas en verano, y de ahí la cantidad de malos libros, eso que él llamaba la cizaña parasitaria.

Esa cizaña habita de forma masiva en la provincia más mundana y necia del mapa del mal de Montano de la literatura, un complicadísimo mapa en el que encontramos gran variedad de provincias, de madrigueras, de naciones, de recodos, de bosques, de islas, de esquinas sombrías, de ciudades. La verdad es que, desde esa noche en el hotel de Valparaíso, viajo con frecuencia por ese mapa; viajo muy a menudo por ese mapa que voy lentamente dibujando y donde, por cierto, casi en sus afueras se halla -aún ni lo he dibujado- un suburbio al que llaman España, donde se jalea una especie de realismo castizo del siglo XIX y donde para una gran parte de los críticos y los lectores lo normal es el desprecio por el pensamiento. Una perla de suburbio. Por si fuera poco, se trata de un suburbio conectado a través de un túnel submarino -que ya no puede ni salir en el mapa- con una especie de territorio que recuerda a aquella isla del Realismo que descubriera  Chesterton, una isla en la que sus habitantes aplauden apasionadamente todo lo que les parece arte verdadero y gritan: “¡Eso es realismo! ¡Así es como son las cosas verdaderamente!” Los españoles son de esa clase de gente que se cree que por repetir una y otra vez la misma cosa al final acaba siendo verdad.

VEJEZ

El mal de Montano de E.Vila-Matas, p.241
Quiero adentrarme a fondo en la irrealidad, huir de tanto odioso fantasma, de tanta falsificación y mascarada, huir de una realidad que ya no tiene sentido. “Uno no se vuelve viejo en el curso de una tarde” comentaba John Cheever en sus diarios, lo decía a propósito de su cuenco EL nadador, donde el protagonista cruzaba piscinas en el transcurso de unas horas que acababan convirtiéndose en meses, y finalmente en años, volvía a su hogar convertido en un anciano. “Pero bueno, juguemos un poco”, recuerdo que añadía Cheever. Ustedes han podido ver cómo, sin embargo, sí es perfectamente posible volverse viejo en el tiempo que dura una conferencia sobre el diario personal como forma narrativa. Ustedes han podido presenciar mi desagradable mutación, y saben que es lógico que me encuentre de malhumor. Voy a salir de este Museo de Literatura veinte años más viejo, me he transformado en uno de esos ancianos terribles y muy peligrosos de los que hablaba Macedonio Fernández en una de sus notas.

George Sand ya había hablado de este fenómeno de envejecer en directo, a la vista de todo el mundo. En una de sus novelas habla de un salón francés en el que observa los gestos y las muecas de la trasnochada aristocracia y ve a todos los ancianos aristócratas envejecer ah! mismo. Y Marcel Proust utiliza esa idea para su Recherche. Y ahora se diría que la idea me ha utilizado a mí, pues como todos ustedes han podido perfectamente apreciar -y ello ha constituido el espectáculo esencial de esta conferencia-, se me ha visto esta noche envejecer aqul mismo, a la vista de todos. Me sabe mal por ustedes, que se han desplazado a este Museo para oír una conferencia y han acabado asistiendo al espectáculo de un pobre cornudo que ha envejecido veinte años en dos horas
En la imagen fotograma de El tiempo recobrado de Raúl Ruiz

K

De El mal de Montano de Vila-Matas, 264-265
En julio se comprometió por segunda vez con Felice Bauer. En agosto escupió sangre. El 4 de septiembre le diagnosticaron tuberculosis y el 12 le dieron la baja en la oficina.
En octubre, en su diario, comparó a Dickens con Robert Walser y dijo que los dos disimulaban su inhumanidad tras sus estilos de desbordante sentimiento.
Se trata de una intuición genial de Kafka y todavía hoy ( absolutamente difícil de aceptar por esas mentes preclaras) que creen en la cultura cálida y que siempre han visto en Dickens al fundador de no sé qué realismo vital y cariñoso ', con la pobre humanidad cuando de hecho era alguien que,  al igual que Walser, tenía una inteligencia fría y demoledora, lo que le convertía de puertas adentro, para todos aquellos que le trataban, en un ser terrible y secretamente inhumano, sólo obligado por las circunstancias tontunas de la época a repartir falsos y buenos sentimientos a mansalva
El 10 de noviembre escribió Kafka en su diario: “Hasta ahora no he anotado lo decisivo, aún sigo fluyendo en dos cauces. El trabajo que me aguarda es enorme.” A finales de noviembre, irrumpió en casa de Max Brod leyendo en voz alta a Walser, lo leía y se reía. “Pero mira, escucha lo que dice este hombre completamente en serio”, le decía a Brod. En diciembre se produjo la ruptura del segundo compromiso con Felice Bauer.
En fin. Debería ir terminando por hoy, ya es noche cerrada y va aproximándose a su final este 25 de septiembre y yo -llamadme Walser- voy despidiéndome del día y también de este recuerdo de un año en la vida de Kafka, este recuerdo que se ha  conve rtido en digresión que me ha desviado de la narración de mis pasos vagabundos por la carretera perdida. Debería ir terminando, pero voy a seguir un rato más,  voy a continuar relatando la historia de mi íntima fuga minima, voy a seguir de viaje sin moverme de casa, pero estando también en la carretera perdida.

No debes decir que me comprendes (KAFKA en carta a MAX BROD)

INCIPIT 500. LAS DOS MUERTES DE SOCRATES / IGNACIO GARCIA-VALIÑO

La lección más dura de su vida la aprendió Neóbula a los doce años, cuando nada sabía aún del sexo. Era una esbelta púber, rozada por las miradas lúbricas de los hombres, recién sacada de su casa para no regresar. La peste había puesto a su madre a pudrir la tierra, y dos años atrás su padre había perecido en los fosos de las cameras de Siracusa, adonde fue deportado por los espartanos como prisionero durante la gran guerra. Sus dos tíos corrieron parecida suerte, uno en la batalla de Anfípolis, y el otro en paradero desconocido. No quedaba quien la cuidara, salvo una tía lejana, demasiado mayor para hacerse cargo de ella, así que fue vendida a Aspasia para ser convertida en hetaira de lujo.
Neóbula había oído hablar de la dueña del burdel, Aspasia de Mileto, viuda de Pericles, de quien se contaban tantas cosas y tan contradictorias: sus influencias en determinados círculos masculinos, su cultura, cierta leyenda entreverada de turbios ardides, y sobre todo el negocio que bajo la mera apariencia de una casa de placer encubría una escuela de mujeres.

Tenía cuarenta y ocho años Aspasia cuando acompañó a Neóbula al templo de Mrodita. Allí la púber depositó una corona de flores a los pies de la diosa, y a continuación se despojó de su túnica. Aspasia la examinó: su cuerpo aún no estaba del todo formado, pero prometía ser la muchacha más bella que habría pisado su local. Sus ojos tenían el duro brillo de un zafiro. Cuando acabara de desarrollarse, ese cuerpo sería perturbador

INCIPIT 499. RETRATOS / TRUMAN CAPOTE

EL DUQUE EN SUS DOMINIOS (1956)
La mayoría de las muchachas japonesas se rien tontamente por nada. La pequeña criada del Hotel Miyako, en Kioto, no fue una excepción. La hilaridad, y las tentativas por suprimirla, enrojecieron sus mejillas (al contrario que los chinos, el rostro de los japoneses por lo general tiene bastante color), y sacudieron su figura rolliza, envuelta en un kimono estampado con motivos de peonías y pensamientos. No había ninguna razón especial para su alegría. La hilaridad japonesa funciona sin motivo aparente. Sólo le había pedido que me dijera cómo llegar a cierta habitación. «¿Vino ver Marran?», dijo, casi sin aliento, mientras mostraba, como tantos de sus compatriotas, un despliegue de dientes de oro. Luego, con pasos diminutos, como de pies con dedos de paloma que se desliza, propios de quien luce un kimono, me condujo por un laberinto de corredores mientras decía: «Yo llamo usted puerta Marran.» El sonido de la ele no existe en japonés, y la criada decía «Marran» en vez de Marlon

INCIPIT 498. VE Y PON UN CENTINELA / HARPER LEE

Desde Atlanta, venía mirando por la ventanilla del vagón restaurante con un deleite casi físico. Mientras se tomaba el café del desayuno, vio cómo quedaban atrás las últimas colinas de Georgia y aparecía la tierra rojiza, y con ella las casas con tejados de chapa en medio de patios bien barridos, y en los patios las inevitables matas de verbena rodeadas de neumáticos encalados. Sonrió cuando vio la primera antena de televisión en lo alto de una casa de negros sin pintar. Conforme aparecían más y más, se redobló su alegría.

Jean Louise Finch siempre hacía el viaje por aire, pero para aquella visita anual a casa decidió ir en tren desde Nueva York hasta el Empalme de Maycomb. Por un lado, porque se había llevado un susto de muerte la última vez que viajó en avión, cuando el piloto optó por atravesar un tomado. Por otro, porque llegar a casa en avión significaba que su padre tenía que levantarse a las tres de la mañana, conducir ciento sesenta kilómetros para ir a buscarla a Mobile y trabajar después toda la jornada. Tenía ya setenta y dos años, y no era justo hacerle eso.

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