De También esto pasará de Milena Tusquets, p. 160-161
Llegamos a una casa grande de
salones blancos, sofás de piel viejos llenos de cojines y alfombras orientales cubriendo
un suelo de terrazo rojo. Hay velas por todas partes, algunas ya completamente
consumidas. Los grandes ventanales que dan al pueblo y al mar están abiertos de
par en par y las cortinas livianas y pálidas revolotean como velas cautivas.
Hay mucha gente, música, drogas esparcidas por las dos mesas bajas, alcohol y
unos restos de fruta desmayada en unos grandes cuencos de colores. Reconozco a
algunos de los otros náufragos del pueblo, hijos de los primeros colonos,
intelectuales y artistas que, en los años sesenta, llegaron a Cadaqués y lo
llenaron de gente atractiva, con talento, ganas de cambiar el mundo y, sobre todo,
de divertirse. Reconozco al instante a los hijos de aquella generación, a los
asilvestrados que, como yo, fueron educados por padres lúcidos, brillantes, exitosos
y muy ocupados, adultos empeñados en que el mundo fuese una fiesta, su fiesta.
Somos, creo, la última generación que tuvo que ganarse, a pulso, el interés o
la atención de sus padres. En muchos casos, lo conseguimos cuando ya era
demasiado tarde. No consideraban que los niños fuesen una maravilla, sino un
engorro, unos pesados a medio hacer. Y nos convertimos en una generación
perdida de seductores natos. Tuvimos que inventar métodos mucho más sofisticados
que simplemente tirar de la manga o echarnos a llorar para que nos hiciesen
caso. Se nos exigía el mismo nivel que a los adultos, o al menos que no
molestásemos y dejásemos hablar a los mayores. La primera vez que te enseñé una
redacción escrita por mí, que había ganado un premio en el colegio debía de
tener unos ocho años-, me dijiste que no te enseñase nada más hasta que tuviese
mil páginas escritas, que menos que eso no era una tentativa seria. Las buenas
notas eran recibidas como una obviedad, las malas, con cierto fastidio, pero
sin grandes broncas ni castigos. Ahora tengo la casa forrada con los dibujos de
mi hijo pequeño y escucho al mayor tocar el piano con la misma reverencia que
si fuese Bach resucitado. A veces me pregunto qué ocurrirá cuando esta nueva generación
de niños cuyas madres consideran la maternidad
una religión -mujeres que dan de mamar a sus hijos hasta que tienen cinco años
y entonces alternan el pecho con los espaguetis, mujeres cuyo único interés y
preocupación y razón de ser son los niños, que educan a sus hijos como si
fuesen a reinar sobre un imperio, que inundan las redes sociales de fotos de sus
retoños, no sólo de cumpleaños o viajes sino de sus hijos en el váter o
sentados en un orinal (no hay amor más impúdico que el amor maternal
contemporáneo)crezcan y se conviertan en seres humanos tan deficientes, contradictorios
e infelices como nosotros, tal vez más incluso, no creo que nadie pueda salir
indemne de que le fotografíen cagando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario