De La granja de John Updike, p.144-145
La idea de Peggy, que ahora podía
convertirse de mera sospecha en clara acusación, dictaminando así sobre un
pasado que ella había recibido de mis manos, era que mi madre había
infravalorado y destruido a mi padre; que no había sido una «mujer» para él;
que le había traído a la granja porque este era en realidad su único, su
gigantesco amor y que así había logrado
mutilar en mí, en su hijo, el sentido de la virilidad. Sobre el rumor confuso
de sus palabras pensé en mi padre tal y como él había sido, en su
inquebrantable corporeidad, en su amabilidad casi cómica –condescendía con su
constante renunciamiento igual que otros hombres lo hacen con su sensualidad-, y cerré
mis oídos a la voz de Peggy porque desentonaba con el verdadero, simple e
inexpresable modo, según el cual las cosas habían sucedido. Y mi madre, por su
parte, construía un sistema opuesto, del cual yo era el centro. Y o, su hijo
único, el elegido, el poeta, había sido ignorantemente apartado de mi etérea
y-comprensiva esposa ideal y arrastrado a un repugnante pecado de adulterio con
la consiguiente maldición que unos hijos sin padre tendrían que padecer para siempre.
-¡Mírale a los ojos! -gritó
violentamente mi madre y yo alcé la vista dando a las dos, con la expresión de
mi cara, la evidencia que tanto la una como la otra estaban buscando.
_ Quizá tenían razón las dos.
Todos los conceptos erróneos son en sí mismos datos que poseen la mínima verdad
de existir por lo menos en una mente. La verdad, mi trabajo me lo había
enseñado, no es algo estático, una cima de montaña a la que uno puede
aproximarse poco a poco en sucesivos asaltos ascensionales, como lo hacen los
alpinistas helados por la nieve. Más bien, la verdad se forma constantemente
por un proceso de solidificación de ilusiones. En Nueva York trabajo entre
hombres cuyas falacias son adoptadas en todas partes al año siguiente, como si
se tratase de un nuevo estilo de zapatos.
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