Caminan lentamente sobre un lecho
de confeti y serpentinas en la noche estrellada de septiembre y a lo largo de
la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y
farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals
de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada,
todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta
interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las
luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. En la calle
queda la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en
terrados: otro quehacer, otros tráfagos cotidianos y puntales, el miserable
trato de las manos con el hierro y la madera y el ladrillo reaparece y acecha
en portales y ventanas, agazapado en espera del amanecer. Pero el melancólico
embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura
tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida
todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago. Cuelgan las
brillantes espirales de las serpentinas desde balcones y faroles cuya luz amarillenta,
más indiferente aún que las estrellas, cae en polvo extenuado sobre la gruesa
alfombra de confeti que ha puesto la calle como un paisaje nevado.
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