Si se exceptúan las Cuevas de
Marabar -y están a veinte millas de distancia-, la ciudad de Chandrapore no
tiene nada de extraordinario. Limitada, más que bañada, por el Ganges, sigue su
curso por espacio de unas dos millas y apenas es posible distinguirla de los
detritos que el río deposita tan generosamente. Como el Ganges no es allí sagrado,
no existen escalinatas para bañarse y, en realidad, no puede hablarse de vistas
sobre el río, ya que los bazares cienan por completo el amplio y cambiante
panorama de su corriente. Las calles son miserables, los templos carecen de
interés, y aunque existen unas cuantas casas de calidad están escondidas entre
jardines o al fondo de avenidas tan sucias que sólo la persona que ha sido invitada
personalmente se siente con ánimos para llegar hasta ellas. Chandrapore no ha
sido nunca una ciudad hermosa o de grandes dimensiones, pero hace doscientos
años estaba situada en el camino entre la Alta India –entonces imperial- y el
mar, y las casas nobles datan de ese período. El gusto por la decoración se
extinguió en el siglo XVIII y tampoco puede decirse que fuera siempre
democrático. En los bazares no existen pinturas y las esculturas son
excepcionales. La misma madera parece hecha de barro y sus habitantes son como
barro en movimiento. Todo lo que se ve resulta tan insignificante y tan
monótono
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