Dejamos atrás el Turnpike y
entramos en una carretera de asfalto. Luego tomamos un camino polvoriento de
color arcilloso. Llegamos hasta un pequeño promontorio y desde allí, donde
estaba el buzón de Schoelkopf, semioculto por la hiedra y las madreselvas, mi
mujer divisó la granja por primera vez. Se inclinó hacia adelante con una
expresión de ansiedad, y el codo de su hijo tocó con fuerza mi hombro, por
detrás. Los edificios conocidos esperaban en la distancia, distribuidos por la
verde y cóncava pradera.
-Ese es nuestro granero --dije-.
Mi madre hizo derribar un gran cobertizo en el que se guardaba la paja, porque ella
siempre pensó que era muy feo. La casa está detrás. La pradera es nuestra. La
parcela termina en esta línea de zumaques.
Descendimos la cuesta de grava
que nos conducía a nuestros terrenos.
-¿Son tuyos los dos lados de la
carretera? –preguntó Richard. Tenía once años y era preciso y hasta agresivo en
su manera de hablar. -Desde luego -dije-. Al principio, la granja de
Schoelkopf formaba parte de la
nuestra. Pero mi abuelo la vendió antes de trasladarse a Olinger. Algo así como
cuarenta acres.
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