De Stoner de John Williams, p. 192
Pero William Stoner conocía el
mundo de una manera que pocos de sus colegas más jóvenes podrían comprender.
Por dentro, bajo su memoria, yacía la experiencia de la dureza, el hambre, la
resistencia y el dolor. Además del recuerdo fugaz de sus primeros años en la granja
de Booneville, llevaba siempre cerca de su consciencia el conocimiento
sanguíneo de su herencia, transmitida por ancestros cuyas vidas fueron oscuras,
duras y estoicas y cuya ética común era la de mostrar a un mundo opresivo
rostros inexpresivos, duros y fríos.
Y aunque entre ellos aparentaba
ser impasible, era consciente de la época en la que vivía. Durante aquella década,
cuando los rostros de muchos hombres se tornaron permanentemente duros y fríos,
como si miraran hacia un abismo, William Stoner, para quien esa expresión era
tan familiar como el aire que respiraba, advirtió los signos de la desesperanza
generalizada que conocía desde niño. Vio hombres buenos caer en una lenta
decadencia de desesperanza, destruidos al ver destruido su concepto de una vida
decente, les veía caminar desanimados por las calles, con la mirada vacía como añicos
de cristal roto; les veía encaminarse hacia las puercas de atrás, con el amargo
orgullo de los hombres que avanzan hacia su propia ejecución, a mendigar el pan
que les permitiera volver a mendigar, y vio hombres que una vez caminaron
erguidos por efecto de su propia identidad mirarle con envidia y odio por la
débil seguridad que él disfrutaba como empleado de una institución que, no se
sabe por qué, no podía caer. No expresó esta consciencia pero conocer la miseria
común le afectó y le cambió profundamente y sin que nadie lo apreciara. La
tristeza por los apuros ajenos le acompañó en todos los momentos de su vida.
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