De Stoner de John Williams, p. 239-240
Giró la cabeza. Su mesilla estaba
atestada de pilas de libros que no había tocado en mucho tiempo. Dejó que su
mano jugara con ellos un raro, maravillándose de la delgadez de sus dedos y de
la intrincada articulación de las falanges cuando los flexionaba. Sentía la
fuerza dentro de ellos y los dejó coger un libro del montón que había en la
mesa. Era su propio libro el que buscaba y cuando lo tuvo sonrió ante la
familiar cubierta roja que llevaba tanto tiempo descolorida y arañada.
Poco le importaba que el libro
fuese olvidado y que no tuviera utilidad, y la cuestión de su valor en
cualquier época parecía casi trivial. No tenía la ilusión de encontrarse a sí
mismo allí, en las letras desvaídas, aunque, lo sabía, una pequeña parre de él
que no podía negar estaba allí, y estaría allí.
Abrió el libro y, cuando lo hizo,
se volvió algo ajeno. Dejó que sus dedos hojearan las páginas y sintió un
hormigueo, como si estuviesen vivas. El hormigueo recorrió sus dedos y recorrió
su carne y sus huesos. Fue perfectamente consciente y aguardó hasta que le poseyó,
hasta que la vieja excitación parecida al terror se le fijó donde estaba. La
luz del sol, entrando por la ventana, resplandecía sobre la página y no podía
ver lo que allí había escrito.
Los dedos perdieron fuerza y el
libro que sostenían se deslizó despacio y luego bruscamente sobre su cuerpo
inmóvil, cayendo en el silencio de la habitación.
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