De Derrumbe de Eduardo Menéndez Salmón, p.174
Caminó hasta las tumbas de los
gemelos y estuvo allí casi una hora. Se oían pájaros, el viento entre las tumbas,
de vez en cuando el gemido de la puerta del cementerio al abrirse. Pensó en
aquellos muchachos, en qué les podía haber llevado a hacer lo que hicieron. También
pensó en sus padres, en su desconcierto, en su insatisfacción. Padres sin
hijos. ¿Era ése uno de los rótulos del tiempo presente? ¿Quién había abandonado
a quién? ¿En qué parte del relato el argumento se había vuelto incomprensible?
¿Dónde se habían ido las palabras compartidas, los afectos, las buenas maneras?
Hijos deambulando como zombis por los centros comerciales. Hijos devorando
sustancias en el corazón de la noche. Hijos derribando las obras que sus mayores habían levantado con el sudor de su
frente. Hijos suicidas, hijos asesinos, hijos terroristas.
Pero, ¿y él? ¿En qué se había
convertido él durante las últimas semanas? En un perseguidor, aunque otros
dirían que en un vagabundo. Siguiendo a Vera a todas partes, como una sombra,
para ver cosas que no entendía. Se estaba dejando la cordura en aquel
peregrinaje. Y mientras, cada noche, en otra ceremonia de la confusión, se
sentaba junto a su mujer y a su hija como si no sucediera nada.
-Como si no sucediera nada.
Valdivia pronunció las palabras
en voz alta y sintió miedo de su propia voz. Igual que si alguien le hubiera puesto
la mano en la espalda.
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