Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 1.301. BLOOMSBURY / LEON EDEL


A conciencia

Si nos preguntamos por los comienzos de nuestra historia podríamos iniciarla en diversos lugares de Inglaterra, Escocia o Gales, o en Cambridge, donde se educaron los varones de Bloomsbury, o incluso en algún ghetto de Europa, pero también podríamos comenzarla en el mismo Bloomsbury, con un judío llamado Benjamín Woolf. Nació en Londres en 1808, es decir, en tiempos de Napoleón. Aprendió el oficio de sastre, una profesión a la que se encontraban ligados por tradición muchos judíos de la pequeña burguesía y de la clase trabajadora. Benjamín Woolf era muy competente en su trabajo. Tenía una tienda en Regent Street y otra en Picadilly. Acometió otras empresas en las que prosperó. Cuando la reina Victoria subió al trono, vivía en una casa cómoda situada en Tavistock Square o en sus alrededores, en Bloomsbury, un simpático barrio londinense.


INCIPIT 1.300. EL ULTIMO HOMBRE BLANCO / NURIA LABARI


Hay un varón dentro de mí. Está aquí dentro desde que recuerdo, ese rugido de varón. Puedo oírlo ahora, al hombre que golpea en mi interior. Es como un segundero, como el maldito latido de mi corazón, es la música que pone ritmo a los días, es un tres por cuatro sencillo, el movimiento más elemental, es muy básico, casi no se nota, algunas veces creo que ni siquiera existe, como la mancha azul en una compresa en la televisión, una auténtica quimera. Pero aquí está.

¿Alguien más puede oírlo? ¿Alguien más lo lleva dentro? Es ese tambor con que nos llaman a ir a la guerra a querer más a ser mejores a conquistar a ganar a discutir a tener razón a corrernos primero a poseer a progresar a conducir más rápido a no llorar a ser más fuertes a llevar dinero a casa a no saber qué decir a tener la última palabra a ser eficaces a no dar rodeos a buscar siempre el camino más rápido a no encontrar las palabras a no escuchar a ser fiable como un electrodoméstico a romper las cosas a tener la polla más dura a querer meterla por detrás a no pedir permiso a creer que las cosas necesitan un orden a aceptar los privilegios a tener siempre la razón a confesarnos a obedecer a Dios a inventar las reglas a cumplir las reglas a infundir confianza a mandar a hacer lo que nos mandan ... En definitiva, a entender que las cosas son complejas y elegir buscar respuestas simples.

Todo el mundo puede oírlo porque todo el mundo lleva un hombre en su interior, cada vez más grande y cada vez más solo. ¿Hay alguien más ahí dentro? No. Solo un hombre blanco en el vacío.¿ Y la mujer? ¿Dónde está?


JULIA STEPHEN


Bloomsbury, Leon Edel, p. 105

«¡Aquella casa, que encerraba tantas muertes, pobre de mí», exclamó Henry James que conocía a Leslie Stephen desde los años sesenta. A «la hermosa Julia, pálida, trágica», ¿cómo olvidarla? «Era hermosamente bella -escribió-, y su belleza junto con su condición eran elementos activos, prácticos, que producían los mejores resultados para todos. El no verla más supone un placer de menos en la vida.» El novelista americano, con su estilo elegíaco, dijo de Julia que había sido «una fuerza absolutamente preciosa a favor del bien». No sabía qué pensar de un mundo que «no pudo hacer nada con ella ... más que suprimirla». La bella Julia había sido el centro de la casa; daba clase a sus hijos en la habitación de arriba y mantenía unida aquella gran familia doble cuando, de repente, cogió la gripe y murió al cabo de una semana, probablemente a causa de tantos embarazos. Quizá por el esfuerzo agotador de mantener su hermosa compostura. ¿Quién podría decirlo? Fue descrita como «una mezcla de madonna y mujer de mundo». Will Rothenstein había dicho de las hijas: «Con lo hermosas que eran, no lo eran más que su madre.»

Cuando James habló de «la casa de todas las muertes» aludía a la súbita muerte de la hermanastra de las niñas Stephen, Stella Hills, muerte que ocurrió dos años después de la de Julia durante un embarazo, y a la agonía prolongada de Sir Leslie a causa del cáncer ( dos años más tarde, inesperadamente, murió el joven Thoby en Bloomsbury). El número 22 era la casa de la desolación, una casa de espíritus. Leslie Stephen estuvo al borde de una depresión nerviosa durante meses, se apoyó en sus hijas como se había apoyado en Julia y tomó la actitud de la madre ausente en vez de la del padre estructurador. Hizo a sus hijas partícipes de su pesar de tal forma que sus amigos le advirtieron que el luto perpetuo era pernicioso para las jóvenes, a las que se les debía permitir vivir.


VIRGINIA Y VANESSA


Bloomsbury, Leon Edel, p. 96

Las dos hermanas Stephen eran más que «guapas». Leonard dijo que «su belleza le dejaba a uno literalmente sin respiración». Las conoció en las habitaciones de Thoby cuando fueron con su padre a visitar a su hermano, al que las dos adoraban. Su primera visita fue probablemente la que quedó descrita en una carta que escribió Virginia a una amiga: las hermanas fueron a Cambridge con motivo de la Semana de Mayo y estuvieron en el baile del Trinity, donde conocieron a Clive Bell. Hubo una segunda visita en 1901. En la habitación de Thoby, Leonard observó a Virginia y Vanessa como si fueran retratos en una galería de arte. Iban vestidas de blanco con grandes sombreros, e irradiaban «limpieza» e interés por las cosas, una mezcla de timidez, curiosidad y ostentación de valor. «De repente, al verlas, uno se quedaba atónito.» Era como encontrarse cara a cara con un Rembrandt o un Velázquez; las comparó también con los templos griegos. El joven judío, que provenía de una familia matriarcal, sentía adoración por cierta clase de mujeres, y aquellas señoritas victorianas, adecuadamente acompañadas por su primo -director del Newham College-, en cuya casa residían muy como debía ser, representaban objetos exquisitos de veneración. Su primo las había llevado a tomar · el té a ]as habitaciones de Thoby, donde se encontraban los amigos de éste para conocerlas a ellas y a su formidable padre. El mismo Thoby -el Godo- revoloteaba en medio de aquella escena de sociedad, tan alto como su padre pero dando la sensación de ser mucho más grande a causa de su corpulencia y masculinidad clásicas. Ante las hermanas Stephen, y especialmente Vanessa, Leonard se sintió en presencia de una «belleza asombrosa», mientras que Lytton, que por constitución era incapaz de asombro ante el encanto femenino, sólo las encontraba «guapas». Leonard recordó: «Era casi imposible para un hombre no enamorarse de ellas y creo que yo me enamoré inmediatamente.” Su reserva -¿o quizá la de Leonard?- las hacía parecer inalcanzables, como un espejismo, con sus vestidos victorianos, su animada charla, sus delicados cutis arrebolados de rosa. Eran como diosas griegas, «era como enamorarse del retrato que hizo Rembrandt de su mujer, de la pintura de Velázquez de una infanta o del templo de Segesta». Pasarían años antes de que Leonard viese realmente  aquella belleza no como pintura o arquitectura, sino en carne y hueso.


EXPULSION


El último hombre blanco, Nuria Labari, p. 43

La mujer se cubre los pechos y el sexo con las manos y arquea un poco la espalda para tratar de esconder lo que queda a la vista, para disculparse por lo que queda a la vista. Esa mujer intenta ocultar su cuerpo porque siente vergüenza de él y porque sabe que allí adonde se dirige no puede acompañarla. Tiene que esconderlo a toda costa. Lo que no puede ocultar ahora es su rostro, una mueca que es grito y aullido, un desgarro con el que clama justicia y compasión y que nadie atenderá jamás. El fresco es de Masaccio, de 1424, y retrata la  expulsión del Paraíso. Se supone que la mujer tiene un berrinche porque ha perdido su jardín, pero lo que está pasando es que a esa mujer le están arrancando su cuerpo. Dios, su padre, su amante o su jefe de departamento han empezado a arrancarle la piel a tiras. A su lado camina un hombre que se tapa la cara con las manos y llora de dolor. Él tiene su sexo descubierto y lo único que intenta ocultar es su fracaso. Por eso se tapa los ojos con las manos, para no verlo y para no verse. Ella quiere ser invisible para los demás, él desearía no ver nunca en quién se ha convertido. Ella siente vergüenza de su cuerpo mientras él sabe que ha perdido el suyo para siempre y llora con la vergüenza de quienes se dan por vencidos. No clama justicia, ni siquiera compasión para él o para su compañera. Él no esconde su sexo ni su cuerpo, porque no es capaz de reconocerse en su cuerpo. Él cree que es su pensamiento y sus acciones, y oculta su cabeza porque esa es su genuina vergüenza. Caminan juntos, como si sus destinos estuvieran unidos, pero no se miran ni se tocan, cada uno avanza centrado en su propia tragedia, no tienen ojos para nadie más.


MONSTRUOS PERFECTOS


El último hombre blanco, Nuria Labari, p. 26

De hecho, el proceso no se completa hasta que te jubilas, edad que se aproxima cada vez más al día mismo de la muerte. Y, a diferencia de una transición sexual convencional, no hay  marcha atrás. La vida laboral, igual que el tiempo, no es reversible.  Yo, por ejemplo, no estoy segura de poder ser algo distinto de lo que ya soy A veces, para consolarme, me miento pensando que una cosa es lo que hago y otra muy distinta quién soy, pero lo cierto es que esta idea no resiste ningún juicio.

Adolf Eichmann, el líder nazi juzgado en 1961 en Jerusalén y condenado a la pena capital por diseñar la Solución Final en distintos campos de exterminio, también creía que era un buen hombre, a pesar de lo bien que hacía su trabajo .. Él era un triste burócrata, un hombre normal y corriente convertido en un asesino brutal por motivos laborales. La filósofa judía Hannah Arendt asistió al juicio y definió a Eichmann como una persona «terrible y temiblemente normal». Es posible que Eichmann no fuera de entrada un maníaco antisemita sino un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso empleado. La clase de persona que cumple las normas todos los días, que siempre llega puntual, que termina lo que empieza, que hace lo que le dicen, que trata de ascender en su empresa. Él nos demuestra que, tanto si nos gusta como si no, antes o después nos convertimos en aquello que hacemos. Y que hacerlo bien no nos convierte en buenas personas, sino en monstruos perfectos.


INCIPIT 1.299. EL MALOGRADO / THOMAS BERNHARD


                                                   Un suicidio largo tiempo calculado, pensé,

                                                    no un acto de desesperación espontáneo.

También Glenn Gould, nuestro amigo y el más importante virtuoso del piano de este siglo, llegó solo a los cincuenta y un años, pensé al entrar en el mesón.

Sólo que él no se mató como Wertheimer sino que, como suele decirse, murió de muerte natural. Cuatro meses y medio Nueva York y, una y otra vez, las Goldbergvariationen y Die Kunst der Fuge, cuatro meses y medio Klavierexerzítien, como decía Glenn Gould, una y otra vez, sólo en alemán, pensé.

Hacía exactamente veintiocho años habíamos vivido en Leopoldskron y estudiado con Horowitz, y (por lo que se refiere a Wertheimer y a mí, pero no, como es natural, a Glenn Gould) habíamos aprendido más de Horowitz, durante un verano totalmente echado a perder por la lluvia, que en los ocho años anteriores de Mozarteum y Wiener Akademie. Horowitz había dejado a todos nuestros profesores nulos y sin efecto. Pero aquellos profesores horribles habían sido necesarios para comprender a Horowitz. Durante dos meses y medio llovió ininterrumpidamente, y nos habíamos encerrado en nuestras habitaciones de Leopoldskron y trabajamos día y noche


INCIPIT 1.298. EXPRESO ALPARAISO / MARK VONNEGUT


UN VIAJE ESPERANZADOR

Es mejor viajar con esperanza que llegar. R. L. STEVENSON

JUNIO DE 1969: CEREMONIA DE GRADUACIÓN EN SWARTHMORE. La noche anterior, alguien se había hecho con un bote de pintura blanca y, brocha en mano, había escrito en el frontal del estrado «¿Empezar QUÉ?». El equipo de mantenimiento lo había tapado diligentemente con telas rojas, blancas y azules, pero todos sabíamos que la pintada seguía allí. Estábamos todos sentados más o menos con caras de circunstancias, escuchando lo bien que se nos había educado y cómo se suponía que salvaríamos el mundo, etcétera. La mayoría de nosotros lucía brazaletes de tela para indicar con precisión al expectante mundo qué posición defendíamos en lo referente a la guerra. «¡Qué precioso ramillete de gente decente!», pensé. «¡Cuando nos suelten, la corrupción y el mal no tendrán posibilidad alguna de prosperar!»

Para pasar el tiempo y tratar de ubicarme y dar con alguna pista sobre qué demonios podría hacer con mi futuro, había escrito mi propio discurso de licenciatura. «Miembros del curso del 69, padres, profesorado, etcétera: bienvenidos. Aquí nos encontrarnos, en un encantador y soleado día de junio para celebrar y conmemorar la graduación


GLENN GOULD


El malogrado, Thomas Bernhard, p. 82

Al principio nos había espantado ver las esculturas, aquel monumentalismo estúpido de mármol y granito, y Wertheimer, sobre todo, había retrocedido, pero Glenn había afirmado en seguida que las habitaciones eran las habitaciones ideales y, a causa de los monumentos, todavía más ideales para nuestro objeto. Las esculturas eran tan pesadas, que fracasábamos al intentar mover la más pequeña, nuestras fuerzas no bastaban y, sin embargo, no éramos debiluchos, los virtuosos del piano son personas fuertes con una resistencia inmensa, muy en contra de la opinión general. Glenn, al que todos creen, todavía hoy, de la constitución más débil imaginable, era un tipo atlético. Hundido ante el Steinway y tocando, parecía un inválido, y así lo conoce todo el mundo musical, pero todo el mundo musical sufre un engaño completo, pensé. A Glenn se le describe, en todas partes, como inválido y debilucho, como alguien espiritualizado, al que sólo se concede la invalidez y la hipersensibilidad que hace causa común con esa invalidez, pero era realmente un tipo atlético, mucho más fuerte que Wertheimer y yo juntos, eso lo habíamos vuelto a ver en seguida cuando se puso a cortar, con sus propias manos, un fresno que había ante su ventana y que, como él mismo lo expresó, le estorbaba para tocar el piano. Serró el fresno, que tenía un diámetro de medio metro al menos, él solo, no nos dejó acercarnos en absoluto al fresno, troceó también en seguida el fresno y apiló los troncos contra la pared de la casa, el típico norteamericano, había pensado yo entonces, pensé. Apenas había serrado Glenn el fresno que, al parecer, le estorbaba, había tenido la idea de correr sencillamente las cortinas de su habitación, y de bajar las persianas. Hubiera podido ahorrarme cortar el fresno, dijo, pensé.


AFORISMOS


El malogrado, Thomas Bernhard, p. 70

El era un escritor de aforismos, hay innumerables aforismos de él, pensé, hay que suponer que los aniquiló, escribo aforismos) decía una y otra vez, pensé, se trata, desde mi punto de vista, de un arte mediocre, fruto de la falta de aliento espiritual, del que ciertas personas, sobre todo en Francia, han vivido y viven, los llamados semifilósofos para mesillas de noche de enfermeras, podría decir también filósofos de calendario para todos y cada uno, cuyas máximas leemos con el tiempo en todas las paredes de las salas de espera de los médicos; y tanto los llamados negativos como los llamados positivos son igualmente repugnantes. Sin embargo, no he podido quitarme esa costumbre de escribir aforismos, en definitiva me temo que son ya millones los que he escrito, decía, pensé, y haría bien en comenzar a aniquilarlos, porque no tengo la intención de que un día se empapelen con ellos las salas de hospital y las paredes de las rectorías, como con Goethe, Lichtenberg y compinches, decía, pensé. Como no he nacido para filósofo, me he convertido, de forma no totalmente inconsciente, tengo que decir, en aforístico, en uno de esos repulsivos participantes en la Filosofía, de los que hay a millares, decía, pensé. Con ocurrencias muy pequeñas, aspirar a efectos muy grandes, y engañar a la Humanidad, decía, pensé. En el fondo, no soy otra cosa que uno de esos aforísticos que son un peligro público y, que con su ilimitada falta de escrúpulos y su incurable frescura se mezclan con los filósofos como los ciervos volantes con los ciervos, decía, pensé. Si no bebemos, nos morimos de sed, si no comemos, nos morimos de hambre, de esas sabidurías parten todos esos aforismos, a no ser que sean de Novalis, pero también Novalis dijo muchos disparates, según él, pensé. En el desierto estamos sedientos de agua, algo así dice la máxima de Pascal, según él, pensé. Mirándolo bien, de los mayores proyectos filosóficos no nos queda más que un lamentable regusto aforístico, decía, da igual de qué filosofía se trate, da igual de qué filósofos, todo desmigajado, si lo abordamos con todas nuestras capacidades, lo que quiere decir con todos nuestros instrumentos espirituales, decía, pensé.


LA VIEJA y TRADICIONAL VIDA ORGÁNICA


Expreso al paraíso, Mark Vonnegut, p. 102

Había una comuna, un poco más arriba, siguiendo la costa, que se negaba a explotar a los animales y tampoco quería utilizar ningún tipo de maquinaria, así que araban la tierra enganchándose ellos mismos al arado, cuatro a la vez. Esta opción se sopesó seriamente en nuestra casa, en distintos momentos, entre mis primeras dos crisis. Al final, acordamos pillar una motoazada (un rotocultivador), la peor elección de ambas opciones.

No nos habíamos ido a los bosques solo para cambiar de paisaje y tener un modo diferente de vida. Los aspectos físicos y psíquicos de nuestra aventura estaban inextricablemente entrelazados, pero el cambio psicológico era lo que realmente andábamos buscando. Esperábamos sentirnos más cerca de la naturaleza, más cerca de los demás y de nuestros sentimientos, y lo conseguimos, pero incluso esos cambios nos parecía que eran relativamente superficiales. Solo significaban que estábamos en contacto con cosas que ya estaban allí. Queríamos ir más allá de aquello y desarrollar un modelo completamente nuevo de estar en el mundo y de vivir en el mundo.

Solo teníamos ideas vagas sobre la forma en que esos cambios podrían producirse, y cómo o cuándo deberían producirse, pero los buscábamos apasionadamente, puesto que dichos cambios eran el resultado de librarse de las ciudades, del capitalismo, del racismo, de la industrialización; siempre tenían que ser cambios para mejorar nuestras condiciones de vida.


INCIPIT 1.297. MINIMA MORALIA / TW ADORNO


Dedicatoria

La ciencia melancólica de la que ofrezco a mi amigo algunos fragmentos, se refiere a un ámbito que desde tiempos inmemoriales se consideró el propio de la filosofía, pero que desde la transformación de ésta en método cayó en la irreverencia intelectual, en la arbitrariedad sentenciosa y, al final, en el olvido: la doctrina de la vida recta. Lo que en un tiempo fue para los filósofos la vida, se ha convertido en la esfera de lo privado, y aun después simplemente del consumo, que como apéndice del proceso material de la producción se desliza con éste sin autonomía y sin sustancia propia. Quien quiera conocer la verdad sobre la vida inmediata tendrá que estudiar su forma alienada, los poderes objetivos que determinan la existencia individual hasta en sus zonas más ocultas. Quien habla con inmediatez de lo inmediato apenas se comporta de manera diferente a la de aquellos escritores de novelas que adornan a sus marionetas con imitaciones de las pasiones de otros tiempos cual alhajas baratas y hacen actuar a personajes que no son nada más que piezas de la maquinaria como si aún pudieran obrar como sujetos y como si algo dependiera de sus acciones. La visión de la vida ha devenido en la ideología que crea la ilusión de que ya no hay vida.

Pero una relación entre la vida y la producción que reduce realmente aquélla a un fenómeno efímero de ésta es completamente anormal. El medio y el fin invierten sus papeles. Todavía no se ha eliminado totalmente de la vida la idea de un absurdo quid pro quo. La esencia reducida y degradada se resiste tenazmente a su encantamiento de fachada.


INCIPIT 1.296. LAS MIL NAVES / NATALIE HAYNES


Calíope

Canta, musa, dice, y el filo de su voz deja claro que no es un ruego. Si estuviera dispuesta a complacer su deseo diría que pule el tono al pronunciar mi nombre, como el guerrero desliza la daga sobre la piedra de afilar, preparándose para la batalla de la mañana. Pero hoy no estoy de humor para ser musa. Tal vez no se le ha ocurrido ponerse en mi piel. Seguro que no; como todos los poetas, sólo piensa en sí mismo. Aunque es sorprendente que no se haya planteado cuántos hombres más hay como él, reclamando todos los días mi atención y apoyo inquebrantables. ¿Cuánta poesía épica necesita realmente el mundo?

Cada conflicto iniciado, cada guerra librada, cada ciudad asediada, cada pueblo saqueado, cada aldea destruida. Cada travesía imposible, cada naufragio, cada regreso a casa: todas esas historias ya se han contado, y en innumerables ocasiones. ¿De verdad considera que tiene algo nuevo que decir? ¿ Y cree que puede necesitar mi ayuda para seguir el desarrollo de todos sus personajes, o para llenar esos vacíos en los que la métrica no encaja con el relato?


PENTESILEA


Las mil naves, Natalie Haynes, p. 62

La historia de lo sucedido a su hijo, el valiente Héctor, el más grande de los guerreros troyanos, había llegado hasta los confines septentrionales de la tierra escita: durante diez largos años había defendido su ciudad y comandado a sus hombres en muchas batallas victoriosas. Pentesilea, como todo el mundo, sabía que Héctor se había enfrentado a un hombre con la armadura de Aquiles y le había dado muerte, y por un instante los troyanos pensaron que el muerto era el mismísimo Aquiles e hicieron retroceder a los griegos hasta su campamento, en el día de combate más glorioso de toda la guerra. Pero cuando le arrancó la armadura al griego caído, Héctor se indignó al descubrir que no era Aquiles sino Patroclo, que había luchado en su lugar. En cuanto se enteró de la muerte de su amigo, Aquiles montó en cólera; Pentesilea sabía que, bramando como un puma, había jurado vengarse de Héctor y de cualquier troyano que se interpusiera en su camino. Así pues, Aquiles cumplió su palabra y recorrió el campo de batalla arremetiendo contra todos los hombres con que se cruzaba hasta que Héctor se plantó ante él. Pentesilea sabía que lo había matado (la sangre negra y espesa salpicó el barro a sus pies) con un grito salvaje de júbilo. Mutiló el cuerpo de su enemigo y le ató los pies con correas de cuero, como si se tratara de una res muerta, sin importarle la irreverencia de sus actos. Luego arrastró el cadáver del príncipe troyano alrededor de las murallas de la ciudad, pasando tres veces por delante de los ojos de sus destrozados padres, su afligida esposa y su hijo pequeño, que miraba sin comprender.

Por supuesto que Príamo agradecía la alianza de las amazonas. No le quedaba otra.



Para Marcel Proust.


Minima moralia, TW Adorno, p. 19

El hijo de padres acomodados que, no importa si por talento o por debilidad, se entrega a lo que se llama un oficio intelectual como artista u hombre de letras, se encuentra entre aquellos que llevan el detestable nombre de colegas en una situación particularmente difícil. No se trata ya de que se le envidie su independencia o que se desconfíe de la seriedad de sus intenciones y se sospeche en él a un enviado encubierto de los poderes establecidos. Semejante desconfianza revela sin duda un resentimiento, pero que la mayoría de las veces encontraría su justificación. Los verdaderos obstáculos están en otra parte. La ocupación con las cosas del espíritu se ha convertido con el tiempo «prácticamente» en una actividad con una estricta división del trabajo, con ramas y numeras clausus. El materialmente independiente que la escoge por aversión a la ignominia de ganar dinero no estará dispuesto a reconocerlo. Se lo tienen prohibido. Él no es ningún «profesional», ocupa un rango en la jerarquía de los concurrentes como diletante sin importar cuáles son sus conocimientos y, si quiere hacer carrera, tendrá además que ganar en la más resuelta estupidez si cabe al más tozudo de los especialistas. La suspensión de la división del trabajo a la que se siente inclinado y le capacita para crearse dentro de ciertos límites su estabilidad económica está particularmente mal vista: delata la resistencia a sancionar la función prescrita por la sociedad, y la competencia triunfante no admite tales idiosincrasias. La departamentalización del espíritu es un medio para deshacerse de él ahí donde no viene ex officio establecida su función.


Exceso por exceso


Minima moralia, TW Adorno, p. 117

. -Lo que han hecho los alemanes escapa a la comprensión, y más aún a la psicológica, pues las atrocidades parecen de hecho haber sido cometidas más como medidas enajenadas de terror en una forma planificada y ciega que como actos realizados con espontánea complacencia. Según los relatos de algunos testigos, se torturaba sin placer, se asesinaba sin placer, y acaso por tal motivo más allá de toda medida. Sin embargo, la conciencia que quiera resistir lo indecible se verá una y otra vez abocada a intentar explicar este hecho, si no desea caer subjetivamente en la demencia que objetivamente domina. Entonces se impone la idea de que el horror alemán es algo así como una venganza anticipada. El sistema basado en el crédito, en el que todo puede anticiparse, hasta la conquista del mundo, determina igualmente las acciones que preparan su propio final y el de toda la economía de mercado hasta llegar al suicidio de la dictadura. En los campos de concentración y las cámaras de gas se negociaba en cierto modo el derrumbe de Alemania. A nadie  que hubiera asistido en Berlín a los primeros meses del dominio nacionalsocialista en 1933 pudo pasarle inadvertido el momento de mortal tristeza, el abandono semiinconsciente a los aires fatídicos que acompañaban a la embriaguez desatada, a los desfiles de antorchas y al retumbar de los tambores. ¡Con qué acentos de desesperanza sonaba la canción del «pueblo a las armas», la favorita canción alemana de aquellos meses, en la avenida Unter den Linden! La de un día para otro anunciada salvación de la patria llevaba desde el primer momento la expresión de la catástrofe, y ésta se ensayaba en los campos de concentración mientras el triunfo ahogaba en las calles su presentimiento

LAOCONTE


Las mil naves, Natalie Haynes, p. 36

Creúsa no estaba segura de lo que había ocurrido a continuación. Ella no vio las serpientes, aunque muchas personas aseguraron haberlas visto. No estaba mirando los juncos sino al hombre, Sinón, y su rostro sucio e impenetrable. El único indicio de que entendía lo que había dicho Laocoonte fue que las cuerdas que todavía lo sujetaban se tensaron contra sus bíceps. En cuanto a los dos hijos de Laocoonte, ella pensó que habían corrido hacia el agua. ¿Por qué no habrían de haber ido? Hacía rato que se habían hartado de oír discutir a los hombres y, como todos los niños de Troya, nunca habían bajado a la orilla ni jugado en la arena. De modo que siguieron el río hasta que llegaron a la playa, y antes de que alguien los echara de menos, los dos se habían adentrado en los bajíos.

Creúsa sabía que allí las algas formaban enormes frondas. Cuando era pequeña, su niñera la había advertido  que no se metiera nunca en el agua y que evitara sus tentáculos verdes. Las puntas de las algas tal vez eran lo bastante finas para que un niño las rasgara, pero el resto de la planta era grueso y fibroso.  Era muy fácil tropezar y perder pie, tal como debió de pasarles a los hijos de Laocoonte. Uno debió de caer al engancharse el pie en un nudo de algas y, al no estar acostumbrado a la corriente, le entró pánico y se retorció, enredándose aún más. El otro, al acercarse para ayudar a su hermano, que se había hundido, se encontró en la misma situación. La brisa de la orilla se llevó sus débiles gritos de socorro.

Cuando Laocoonte corrió a salvarlos -demasiado tarde-, las algas habían cobrado una forma malévola. Eran serpientes marinas gigantescas que los dioses habían enviado, dijo alguien, para castigar al sacerdote por haber profanado su ofrenda con la lanza. En cuanto se pronunciaron esas palabras, hubo quienes las creyeron. Ante la imagen del sacerdote en la playa llorando y acunando los cuerpos de sus hijos ahogados, difícilmente la decisión de Príamo podría haber sido otra. Los dioses habían castigado a Laocoonte.


VIDA METROPOLITANA / FRAN LEBOWITZ


El club de lectura de David Bowie, p. 79 

Seguramente las columnas de Lebowitz entrarían dentro de la categoría de «ocio», aunque diciendo esto no pretendo en absoluto menoscabar su valor. Por una parte, porque son desternillantes. Y por la otra, porque son cápsulas del tiempo de la antigua Nueva York; la de antes de la gentrificación y del sida. La Nueva York artística, sexy e intelectual de Studio 54 y Max's Kansas City, de Robert Mapplethorpe y Susan Sontag. Y no es que Lebowitz cometa la vulgaridad de aludir directamente a estas personas o lugares. Ella habla de la mentalidad urbana y de cómo, para sobrevivir en la ciudad, tienes que afilarla hasta cierto punto.

Y resulta que las mejores herramientas para conseguirlo son el sarcasmo y la ironía. Por ejemplo, si quieres alquilar tu piso, ella establece que la proporción mínima aceptable entre el  número de cucarachas y el número de inquilinos sea de cuatro mil a uno. Furiosa por la costumbre iniciada por el informe Rapkin de utilizar abreviaciones silábicas para describir áreas concretas de la ciudad como, por ejemplo, SoHo o TriBeCa, ella propone una más: NoTifSoSher (North ofTiffany's, South of the Sherry-Netherland ['al norte de Tiffany's y al sur del SherryNetherland']). Y luego están sus deslumbrantes aforismos a loDorothy Parker: «Dormir es como morir, pero sin la responsabilidad ». «Para mí, salir a la naturaleza es recorrer el espacio que te lleva de tu apartamento al taxi».

Y, por debajo, recorriéndolo todo como una corriente subterránea, hay un amor feroz por Nueva York; un amor que también Bowie compartía. Que, de hecho, anidó en él desde laprimera vez que visitara la ciudad, en enero de 1971, atendiendo a la invitación de Mercury Records, que estaba a punto de lanzar The Man Who Sold The World en los Estados U nidos. Se pavoneó por Manhattan con su «vestido de hombre» diseñado por Mr. Fish y su melena a lo Veronica Lake que le bajaba en ondas hasta los hombros. Invitó a comer a Moondog, el poeta y músico callejero ciego que solía frecuentar, disfrazado de vikingo, la esquina de la calle Cincuenta y cuatro Oeste con la Sexta Avenida. Y vio tocar en directo a la Velvet Underground, su grupo favorito, en la discoteca Electric Circus del East Village. Impresionado por la actuación, Bowie se acercó al backstage después a felicitar a Lou Reed y decirle lo geniales que le parecían sus canciones. Se pasaron un buen rato charlando amigablemente. Solo después se daría cuenta Bowie de que Lou Reed había dejado el grupo el verano anterior y de que había dirigido sus entusiastas elogios al bajista Doug Yule, al que la banda había ascendido rápidamente.


MADAME BOVARY


El club de lectura de David Bowie, p. 60

El Bromley de las afueras de Londres no es tan distinto de la llana Normandía del siglo XIX. La fantasiosa heroína de la sátira de Flaubert sobre la vida provinciana -esto es, sobre la vida más allá de París- no es tan distinta a la fantasiosa heroína de la canción de Bowie «Life On Mars?». El reproche que tenía Henry James para Madame Bovary era que, a pesar de todo, su discreta historia sobre el infeliz matrimonio de una muchacha voluble con un doctor de segunda era «un asunto demasiado pequeño». Emma Roualt -que pronto se convertirá en Emma Bovary-- tiene el cabello negro, claro; y no mousy o castaño ceniza. Pero ambas se mueren de ganas de vivir emociones y de escapar, y se moverán entre el hastío y el profundo anhelo romántico que, en el caso de Emma, la llevarán a su  trágico suicidio.

The girl with the mousy hair ('la chica del pelo castaño ceniza') tiene problemas para concentrarse en una película que le resulta demasiado aburrida: no la lleva a ningún sitio nuevo, no hace sino reflejar la experiencia vivida. Emma devora los libros, pero lo que lee no le hace bien: son lecturas trilladas, simplonas, románticas. Le llenan la cabeza de falsas ilusiones, de expectativas poco realistas; una de ellas es que el adulterio será mucho más interesante que el matrimonio con Charles. Esa relación le ha arrebatado su individualidad y ha hecho de ella la tercera Madame Bovary del libro, después de su suegra y de la primera esposa de Charles, ya fallecida, cuyo viejo ramo de novia encuentra en un cajón: un bonito toque gótico. Aunque Emma se da cuenta de que está atrapada en una especie de infierno y casada con un zoquete al que desprecia, carece de los medios intelectuales para tramar una fuga que vaya más allá que juntarse con idiotas como Léon y Rodolphe.

Madame Bovary es una novela que habla de huidas frustradas y de los peligros de leer indiscriminadamente. Pero sobre todo habla de la atracción por el sexo ilícito, razón por la que Flaubert fue enjuiciado por obscenidad en enero de 1857. Una acusación debida a su escena más famosa, en la que Emma y Léon recorren Ruan durante horas, estremecidos, en un coche tirado por caballos que lleva las cortinillas echadas, gritándole al cochero cada vez que amenaza con detenerse.

Es famosa la declaración que hizo Flaubert: «Madame Bovary, c' est moi» ('Madame Bovary soy yo'). La identificación era tan estrecha que, cuando escribía las escenas de la muerte de Emma - al describir el sabor a tinta del arsénico, sacado a toda prisa del frasco del boticario, con el corazón vacilante «como el último eco de una sinfonía que se aleja»-, Flaubert vomitaba una y otra vez.


INCIPIT 1.295. LO DEMAS ES AIRE / JUAN GOMEZ BARCENA


Treinta y dos casas, cuatro hoteles rurales, una iglesia, ningún bar. Una aldea tan insignificante que a menudo se confunde con el último barrio de Cóbreces o con el primero de Oreña. Poco más de dos kilómetros cuadrados de extensión; treinta y cinco metros de altitud sobre el nivel del mar; ciento veintiún días de lluvia al año. Un arroyo casi sin agua que viene a morir a los acantilados. Un mar casi siempre gris. Un cielo que puede ser muchos cielos en un mismo día, virando rápidamente del gris al blanco y del blanco al azul y del azul de nuevo al gris. Muchos verdes distintos en la hierba, en las copas de los árboles, en los maizales. De vez en cuando, un puñado de vacas negras y blancas, pastando. Un tractor que viene y va. Ninguna persona. Nada parecido a una plaza, a un ayuntamiento, a un centro social: solo algunos bancos de madera dispersos por los caminos, casi siempre vacíos. Vacíos los bancos y vacíos también los caminos. Eso es Toñanes: un censo de doscientas ochenta vacas y cien personas -jqué vamos a ser cien!, dice Lola Valdés, meneando la cabeza; eso era antes, nene, ¡ ahora ni cincuenta quedaremos!-. Antes: noventa y cuatro habitantes según el Catastro de Ensenada, ochenta y tres según el censo de Aranda, ciento veinte según el Madoz, noventa y seis según la Wikipedia; cincuenta o menos de cincuenta según Lola Valdés -es porque no hay trabajo, hijo. ¿Aquí qué van a hacer, los jóvenes? ¿Aquí quién te va a criar un niño?-.


INICPIT 1.294. EL MAGO / COLM TOIBIN


Lübeck, 1891

Su madre esperaba en la planta de arriba mientras los sirvientes quitaban los abrigos, las bufandas y los sombreros a los invitados. Julia Mann permanecía en su dormitorio hasta que los habían conducido a todos al salón. Thomas observaba desde el primer rellano junto con su hermano mayor, Heinrich, y sus hermanas, Lula y Carla. Sabían que su madre no tardaría en aparecer. Heinrich tuvo que advertir a Carla de que guardara silencio, pues de lo contrario los mandarían a la cama y se perderían el momento. Su hermano Viktor, un bebé, dormía en una habitación de la planta superior.

Julia salió del dormitorio con el cabello recogido hacia atrás de forma austera y sujeto con un lazo de colores. Llevaba un vestido blanco, y sus zapatos negros, encargados expresamente en Mallorca, eran sobrios como los de una bailarina.

Se unió al grupo con aire desganado, como si acabara de estar a solas consigo misma en un lugar más interesante que la festiva Lübeck.

Al entrar en el salón, Julia echaba un vistazo alrededor para elegir a una persona entre los invitados, por lo general un hombre -alguien insospechado como herr Kellinghusen, que no era ni joven ni anciano, o Franz Cadovius, quien había heredado elestrabismo de su madre, o el juez August Leverkühn, de labios


BARCELONA


La tierrra de la gran promesa, Juan Villoro, p.236

Una y otra vez, Diego había enfrentado en Barcelona la opulencia del buen gusto, categoría incómoda para alguien acostumbrado a pensar en el papel corrosivo de la fortuna. En las óperas del Liceo y los montajes del Lliure había  visto suficientes alardes en foros rotatorios para preguntarse si la escenografía giraba por necesidad o porque podía girar. La abundancia de recursos era muchas veces superflua, pero rara vez contradecía la estética.

En una ocasión acompañó a un fotógrafo de espectáculos a un restaurante sin ventanas, con las paredes tapizadas en fieltro verde, un sitio claustrofóbico donde se reunían arquitectos y escritores de éxito. Antes de subir al restaurante, bebieron unas copas de pie, en el bar de la planta baja. Sin el menor empacho, su amigo tiró la colilla de su cigarro al suelo alfombrado. Diego pensó que lo hacía por descuido y se agachó de inmediato a recogerla. El otro tuvo que explicarle que estaban ante una tradición del lugar. Cada mes renovaban el tapete minuciosamente quemado, listo para el desperdicio. En ese momento, Diego entendió que lo suyo era el subdesarrollo. Jamás se sentiría cómodo ante esos lujos.

En otra ocasión, Jaume le pidió que lo acompañara a un "incordio terrible" que resultó ser el coctel de una entidad bancaria en la Sagrada Familia. Veinte edecanes, vestidas con trajes sastres corporativos, les dieron la bienvenida. Le parecieron tan hermosas como si él hubiera seleccionado a cada una de ellas. Las chicas ofrecieron estéticos canapés de contenido indescifrable: comestibles rectángulos de colores. También eso le pareció excesivo.

Detestaba la vulgaridad de Adalberto Anaya, aún más notoria ante la controlada estética catalana. La detestaba porque en cierta forma la compartía. En muchas circunstancias sentía que lo único vulgar de Barcelona era él.


BUÑUEL


La tierra de la gran promesa, Juan Villoro, p. 104

Los comensales de otras mesas, jóvenes estudiantes y miembros de la colonia española que bebían cantidades ingentes de Anís del Mono, veían al genio como a un parroquiano al que se ha visto muchas veces sin saber de quién se trata. Esa naturalidad lo ayudó a sentirse un poco menos nervioso, pero olvidó soplarle al café con leche y se quemó el paladar. Al recordar la escena, sentía la boca herida como un rito de iniciación. Había estado ante el amigo de García Lorca y Dalí que llevaba piedras en los bolsillos para defenderse de las agresiones en el estreno de Un perro andaluz, el manipulador erótico que le prometió a Catherine Deneuve que no la desnudaría y la convenció de ponerse un camisón transparente, logrando una imagen más sensual, la de un cuerpo entrevisto tras un velo ... Diego no se sintió ante un "artista", sino ante algo más natural y misterioso. Buñuel abrumaba como si fuera un peñasco, un árbol, un abismo. Tenía una manera directa y simple de ser portentoso. Hablaba del sueño como de una mesa, algo que podía modificar con esas manos grandes que habían calzado guantes de boxeador. Diego no olvidó sus ojos. Demasiado abiertos, demasiado vivos. Su mayor truco consistía en cerrarlos. La cabeza del maestro disminuía cualquier almohada. Una cabeza de campesino, difícil de romper.

Estuvo ahí hasta que Buñuel se despidió para ir a dormir la siesta. Vivía cerca de La Veiga, en una dirección digna de su filmografía, cerrada de Providencia. Su silueta se recortó contra la luz sucia de Insurgentes. Un hombre alto, de pelo escaso y hombros cargados. Un anciano fuerte.


LA PESADILLA


La tierra de la gran promesa, Juan Villoro, p. 102

Nunca olvidaría los ojos descomunalmente abiertos del cineasta, sus manos grandes de luchador, su voz levemente rasposa. En la oscuridad de un cine, le gustaba ver el cono luminoso que salía de la cabina de proyección y en el que flotaban corpúsculos de polvo que parecían chispas. La voz de Buñuel tenía esa cualidad, un resplandor nimbado de impurezas.

A los quince años, gracias al amigo de un amigo, logró colarse a la tertulia de La Veiga. Bebió un café con leche en un vaso de vidrio grueso mientras el viejo león expresaba su deseo de filmar como quien dirige un sueño. Aquella tarde contó que cuando el cine llegó a Zaragoza la gente se asustaba con los movimientos y tenía que hacer un enorme esfuerzo físico para seguirlos:

-Acababan agotados; ir al cine era como ir al gimnasio. Ahora pongo el mismo empeño en soñar. Dormir cansa -se llevó a los labios una bebida que en su inexperiencia Diego no alcanzó a descifrar; lo hacía despacio, como si bebiera mercurio.

Buñuel hablaba con seguridad pero en un tono llano, ajeno a cualquier alarde. Tenía una extraña forma de ser, simultáneamente, simbólico y literal. Un amigo le diría años después que cualquier frase de Buñuel podía ser entendida "a la francesa" o "a la aragonesa", en clave metafórica o con granítico realismo.

Esa tarde, el cineasta contó la leyenda de un pintor que comía cerdo crudo para tener las pesadillas que luego pintaba. El más célebre de sus cuadros se llamaba, precisamente, La pesadilla. En ese lienzo, la cabeza de un caballo asoma tras una cortina para espiar a una mujer que yace desmayada bajo el influjo de una criatura demoniaca. Buñuel describió el cuadro en detalle y elogió el deseo del pintor de concebir pesadillas comiendo cerdo crudo y comentó que él se conformaba con el jamón serrano.


MAHLER


El mago, Colm Tóibín, p.121

Venecia, 1911

Thomas estaba solo en una butaca de pasillo, hacia el centro del auditorio de Múnich, cuando Gustav Mahler condujo la orquesta a un pasaje mudo que sumió la sala en un silencio total, alzando las dos manos como si quisiera mantenerlo y controlarlo. Más tarde contaría a Thomas, a quien había invitado a asistir al ensayo, que si conseguía aquel silencio justo antes de la primera nota, entonces podía hacer cualquier cosa. Pero rara vez se alcanzaba. Siempre había algún ruido imprevisto, o los músicos eran incapaces de contener el aliento tanro tiempo como él deseaba. No exigía un simple silencio, afirmaba, sino instantes en los que no hubiera nada en absoluto, puro vacío.

Mientras se hallaba al mando en el estrado, el compositor era casi delicado. Sus movimientos daban a entender que lo que buscaba no se conseguiría con grandes gestos. Al contrario, se trataba de elevar la música a partir de la nada, de que los miembros de la orquesta prestaran atención a lo que había antes de que empezaran a tocar. A Thomas le pareció que trataba de reducir la intensidad de la interpretación señalando a algunos músicos para que se moderaran. Luego Mahler abrió los brazos como si pretendiera atraer la música hacia sí. Indicó a los músicos que tocaran tan bajo como les permitieran los instrumentos.


SANTA TECLA


Los griegos antiguos, Edith Hall, p. 346

El mito subyacente al relato de Tecla de Iconio en los Hechos de Pablo y Tecla, apócrifo neotestamentario cristiano, es el de Ifigenia y Orestes, los hermanos que en su huida se llevaron de Táurida la imagen de Artemisa. En Iconio, la ciudad del centro de Anatolia donde la futura mártir había nacido en el seno de una familia de clase alta, San Pablo convirtió a Tecla al cristianismo y a la castidad perpetua. La historia de Tecla cuenta, entre otras cosas, cómo supo resistirse a un hombre que la cortejaba y el episodio en que, condenada a morir en la hoguera, la salvó una tormenta enviada por Dios. Tecla viajó con Pablo a Antioquía y resistió con éxito los intentos de un aristócrata llamado Alejandro, que quería raptarla. La condenaron a ser devorada por animales salvajes, y una vez más la salvó la intervención divina (como a Artemisa, se la solía presentar rodeada de animales). No es de extrañar, pues, que los primeros cristianos, como Tertuliano, que se oponían a que las mujeres predicaran Y administrasen el bautismo, afirmaran que la historia de Tecla era fraudulenta. Tampoco ha de extrañarnos la importancia de Tecla como antecesora de todas las mujeres que hoy forman parte de las iglesias cristianas.

Hay un apéndice a su historia que cuenta lo que le ocurrió a Tecla hacia el final de su vida, y también cómo murió: la virgen de Iconio viajó a Seleucia Pieria «en una nube brillante», y convirtió a muchos al cristianismo; después se recluyó y ejerció de sacerdotisa en una cueva cercana, un lugar del que se decía que tenía tanto poder que incluso acercarse a él producía curas milagrosas. Los médicos paganos de la ciudad, que suponían que Tecla era una sacerdotisa de Artemisa, conspiraron contra ella por haberles arruinado el negocio con sus curaciones. Dado que los dioses le quitarían sus poderes si perdía la virginidad, aunque fuera a los noventa años, los médicos organizaron una violación colectiva, pero Dios abrió para ella una caverna en la roca, salvando así su virginidad mientras moría de una muerte digna de canonización. En este relato, la valerosa y viajada virgen, asociada con la sanación, cuya memoria se preserva en la milagrosa caverna, es, para los paganos del oeste de Asia Menor, el epicentro del culto de Artemisa, sacerdotisa de la diosa local. Es en una cueva situada en lo alto de las ruinas de Éfeso donde arqueólogos austriacos descubrieron una asombrosa pintura cristiana de Tecla y Pablo; de hecho, se los ha presentado con frecuencia como una pareja, no unida sexualmente, sino compartiendo el viaje en que anuncian la llegada de un nuevo dios.


INCIPIT 1.293. LA CAMPANA DE CRISTAL / SILVIA PLATH


Fue un verano raro, tórrido, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York. Soy estúpida con esto de las ejecuciones. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en los periódicos no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban desde todas las esquinas por la calle y en todas las bocas del metro hediondas, con un tufo rancio a cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no me quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro.

Creía que debía de ser lo peor del mundo. Nueva York ya era un suplicio. A las nueve de la mañana, el aparente frescor húmedo del campo que de alguna manera calaba durante la noche se evaporaba como el último coletazo de un sueño dulce. Grises como espejismos al fondo de sus desfiladeros de granito, las calles calientes temblaban al sol, las capotas de los coches hervían y centelleaban, y el polvo seco, cargado de escoria, se me metía en los ojos y me bajaba por la garganta.

Seguí oyendo hablar de los Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que no pude pensar en nada más. Igual que la primera vez que vi un cadáver. Durante semanas, la cabeza del cadáver -o lo que quedaba de ella- aparecía flotando detrás de los huevos con beicon de mi desayuno y de la cara de Buddy Willard, que de entrada fue el culpable de que lo viera.


INCIPIT 1.292. ANIQUILACION / MICHEL HOUELLEBECQ


Algunos lunes de los últimos días de noviembre, o de principios de diciembre, tenemos la sensación, sobre todo si uno es soltero, de estar en el corredor de la muerte. Hace mucho que las vacaciones han pasado y el nuevo año está todavía lejos; la proximidad de la nada es inhabitual.

El lunes 23 de noviembre, Bastien Doutremont decidió ir al trabajo en metro. Al apearse en la estación de Porte de Clichy, vio enfrente la inscripción de la que le habían hablado varios colegas los días anteriores. Eran un poco más de las diez de la mañana; el andén estaba desierto.

Se fijaba desde la adolescencia en los grafitis del metro parisino. A menudo los fotografiaba con su iPhone anticuado: debían de ir por la generación 23, él se había quedado en la 11. Clasificaba las fotos por estaciones y por líneas y les destinaba muchas carpetas en su ordenador. Era una afición, si se quiere, pero él prefería la expresión en principio más suave pero en el fondo más brutal de pasatiempo.


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