La España vacía, Sergio del Molino, p. 203
Se ha discutido mucho sobre el
carlismo de Valle-Inclán porque no encaja en el molde de la historia que uno de
los mayores revolucionarios de la literatura española profesara una ideologia
reaccionaría. Muchos han preferido considerar el carlismo de Valle-Inclán como
una provocación punk, una forma de irritar al establishment madrileño y a los
escritores oficiales como Jacinto Benavente. Otros, como Paco Umbral, lo han
achacado a un tic de identidad, una forma de construirse un personaje original
que no se diluyera en la gran ciudad, usando para ello una retórica aldeana,
gallega, esotérica y estrambótica. Para estas interpretaciones, el carlismo
sería un adorno estético equiparable a las barbas largas de buhonero que
gastaba.''' Pero, en un escritor que ha dejado títulos como La lámpara
maravillosa o poemarios como La pipa de kif, la apariencia no es adorno y la
provocación no es gamberrismo. Hay un significado profundo que no se puede
despreciar. No tiene sentido prestar atención a los hallazgos de su teatro y de
sus novelas y pasar por encima de sus provocaciones y su aspecto como si no
formaran parte del proyecto artístico de Valle. Todo en Valle era arte. Estaba
en sus libros, pero también en la forma de editar sus obras, bajo el título
global de Opera Omnia. En su forma de estar en público. En su conversación.
Todo formaba parte de lo mismo: un arcaísmo estético absolutamente anclado en
el presente. Una forma de interpelar a lo contemporáneo subrayando todo lo que
lo contemporáneo había destruido o quería destruir.
Despreciar la provocación
tachándola de simple provocación es una forma eficaz de desactivarla. Lo que
podría ser un señalamiento de asuntos o características vergonzosas o incómodas
se reduce al chiste bufonesco. Se evita así mirar de frente o reflexionar sobre
lo que la provocación propone. En este caso, se busca deshacer la idea incómoda
de que alguien crucial para la cultura española, calificado incluso de genio,
fuera a la vez parte de lo más embrutecido Y montaraz del país. Carlista era
Nicolás Rubín. Valle, el refinado Valle, el padre del marqués de Bradomín, el
inventor del esperpento, no. Podía usar el carlismo como leitmotiv en las
Sonatas o en las Comedias bárbaras, pero no podía ser él mismo un carlista. No
podía identificarse con Bradomín (que era trasunto literario, precisamente, de
un general carlista, Carlos Calderón) ni con el salvaje señor de Montenegro.
Eso eran letras, ficción, impostura. Pero en Valle la pose no era un gesto para
epatar, sino una forma sincera de estar en el mundo. Cuando se declara
carlista, conviene tomarlo en serio.
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