Familias como la mía, Ferrer Lerín, p. 104
El muladar es un lugar de culto.
Pero restringido. Sin embargo pese a todas las cautelas y recomendaciones
siempre hay alguien entre los iniciados que lo visitan que no guarda el debido silencio
cuando regresa a su lugar de origen. Hay épocas críticas; el verano, semana
santa, cuando incluso grupos, acuden con sus cámaras a registrar lo que allí
sucede. Recuerdo a un fotógrafo belga, en pleno mes de agosto, inmóvil debajo
de un arbolito que ni le protegía del inclemente sol ni mucho menos impedía que
fuera detectado por la poderosa visión de las aves. Allí permaneció hasta que
deshidratado y triste se dio por vencido. Es difícil conseguir un equilibrio
entre lo que debiera ser un espacio funcional de ayuda ganadera, un espacio
para el mantenimiento de las poblaciones de fauna salvaje, un espacio dedicado
al estudio de la misma y un espacio de gran poder visual donde el inmenso paisaje
natural integra un microcosmos de huesos, insectos necrófagos, lagartijas a la
caza de insectos, hormigueros surgidos gracias al insólito aporte de grano del
aparato digestivo de los cadáveres de herbívoros y un complejo mosaico vegetal
mezcla de esos mismos contenidos estomacales y de la potenciación de las plantas
herbáceas locales debido al inusual abonado.
También hubo un tiempo en que el
muladar se convirtió en un campo de trabajo. El artista Tito venido del mundo
del cabello deseaba entrar en el mundo del esqueleto. Su escultura deseaba ser
más sólida, perdurable, sonora. El componente hueso, materia elemental, soporte
primigenio, deseaba ser utilizado ya en su estadio final antes de desaparecer
enterrado, mineralizado y convertido en polvo. Un grupo numeroso de ayudantes,
cámaras, directores, guionistas se balanceaba al viento cierzo mientras flanqueaba
al escultor que recogía poseído de una fuerza espectral huesos y huesos para
introducirlos en sacos en una camioneta. Tito fue grabado para la televisión
equipado con una bata blanca, guantes de goma y gorro negro ajustado al
rasurado cráneo. De aquella cosecha y de muchas otras no amparadas por el bullicio
de los periodistas surgió una monumental obra de un dramatismo primitivo y de
una belleza lunar. Luego, agotadas las formas, extrajo sonidos que sin duda proceden
del dolor de la carne acribillada y devorada por los gusanos: un arpa artesana sobre
un lecho óseo. Además en esa época y bajo la advocación de Tito aparecieron
otros peregrinos. Recuerdo a Giralda Adober, trovador provenzal, que pretendió
jugar con la muerte durmiendo bajo las estrellas, junto a las fieras que
merodean y olfatean en tomo al muladar, y al que aún no se le ha borrado el
espanto del rostro. Y también al paracaidista cántabro Nicolás de Sinsabor que
fue derribado de una pedrada, por suerte a pocos metros del suelo, cuando se
lanzaba desde un risco próximo para poder sentir lo mismo que el buitre leonado
en su descenso sobre la carroña.
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