Febrero de 1960
Josep, La Muerte, camina por el
oscuro, frío y húmedo pasillo que de la sala de disección conduce a la
plataforma. La colilla en los labios, gafas con cristales de culo de vaso,
interminable bata que debió de ser blanca arrastrando casi tanto como los dos
cadáveres que lleva sujetos bajo los brazos. Y un descuido en el manejo del
elevador que a esas horas nadie debía utilizar produce el salto al vacío -no
hay puertas- y una caída al hueco de grasa, cables y ruedas dentadas, donde
permanecerá tres días magullado y abrazado a unos seres con los que según la
masa estudiantil acostumbra a mantener sofocadas relaciones sobre las mesas de
mármol. Josep Cuscó Balsareny, oriundo de la montaña pirenaica, represaliado,
protegido por un profesor ayudante que se dice también es rojo, tiene como
misión el traslado de los cuerpos y de sus porciones desde la morgue situada en
el segundo sótano hasta la gran sala, situada encima, donde profesores y
alumnos realizan las prácticas de anatomía: en unos grandes recipientes,
inmersos en un líquido espeso y que produce irritación en los ojos, se
encuentran otras piezas pero su extrema dureza, al estar momificadas por el
formol, hace casi imposible diseccionarlas; una de las bromas propias de primer
curso, además de meter en el bolsillo de la bata de las escasas estudiantes orejas
o penes mutilados, era bailar con Ramiro, un cadáver gigantesco, de espantosa
rigidez, que se extraía con gran dificultad de su bañera y se colocaba de pie
apoyándolo en un muro.
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