La España vacía, Sergio del Molino, p. 224
El macarra que ha ido al centro a
ver un -concierto o a tomar unas cervezas percibe la ciudad como algo extraño.
Sabe que no pertenece a ella, y se protege fingiéndose una amenaza. En
realidad, asimila el papel que la ciudad le ha asignado, el del indeseable que
no debería merodear por allí. Obús transforma ese complejo y ese desprecio
clasista en orgullo identitario, y Tierno Galván, seguramente de una forma
intuitiva pero también estratégica, lo
propicia. El alcalde ha dejado claro con su biografía y sus palabras que esa
ciudad también les pertenece. Que no son extraños adheridos a ella, que Madrid
no es cosa de gatos ni organillos ni verbenas. Que Madrid son ellos, los hijos
de la dehesa, los que vinieron de los pneblos. Aunque el éxodo llevaba treinta
años transformando la capital, eran sus hijos quienes empezaban a levantar la
cabeza con orgullo y a romper la inercia casticista y elitista de la ciudad. No
sentían vergüenza por ser hijos de paletos. Puede que sus padres y sus madres
caminasen encogidos, disimulando su acento, sumisos cuando iban a servir a la
casa de unos señores o cuando arreglaban sus coches o les abrian las puertas
desde su garita de porteroso les limpiaban las calles o les servían el desayuno
en la cafetería o los llevaban en sus taxis. Pero sus hijos se negaban a
sentirse así. Si los pijos de la calle Serrano les tenían miedo, estaban
dispuestos a armarse con tachuelas y cueros para dar razones a su miedo. Por
primera vez desde el comienzo del éxodo había una voluntad de apropiarse de la ciudad
desde la insolencia y el orgullo de los orígenes.
Sucedía lo mismo en Barcelona, la
otra gran receptora del éxodo de la España vacía. Si en los años 6o Juan Marsé
narró la rabia del lumpen llegado del campo ibérico, fue Francisco Casavella
quien recogió el cambio de etapa, la de la apropiación de la ciudad, en los
años de la transición. El Pijoaparte, héroe suburbial de Últimas tardes con
Teresa, de Marsé, cree que ha seducido a una señorita fina en una casa de la
parte alta de Barcelona. Pero, al despuntar el alba, los rayos del sol dan
forma a un bulto de ropa que resulta ser el uniforme de una chacha, con su
cofia y su delantal. La revelación le avergüenza. No se ha ligado a una niña
bien, sino a la criada de la casa. Sigue en la casilla de partida. La ciudad
aún le mantiene a raya, en sus márgenes.
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