En una carta que le envió al escritor William Dean Howells, fechada el 10 de agosto de 1901, Henry James se quejaba de que cada vez se le hacía más difícil escribir sus cuentos porque las revistas se habían puesto muy severas con respecto a la extensión («todo lo que lo sobrepasa las seis mil o siete mil palabras resulta fatal») y a él, que en general plasmaba relatos de mucho más de diez mil palabras, le significaba un gran esfuerzo conseguir esa síntesis.
Por entonces, James tenía
cincuenta y ocho años. Había publicado ya algunas de sus mejores novelas
(Washington Square, Retrato de una dama, La edad ingrata, Lo que Maisie sabía),
pero aún no otras de gran importancia, como la notable serie que conforman Las
alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904). Se
estaba reponiendo de su mala experiencia
como autor teatral, tras el fracaso de Guy Domville en enero de 1895, y se
había instalado en una casa en el sur de Inglaterra, en la pequeña ciudad de
Rye, perteneciente al condado de Sussex Oriental: la hoy célebre Lamb House,
que lo hizo más o menos vecino de H. G. Wells, Joseph Conrad y Ford Madox Ford
y que, luego de alquilar por unos meses, compró en 1899. A fines de ese mismo
1899 firmó un contrato con el agente literario James B. Pinker, quien a partir
de ese momento se haría cargo de ofrecer sus textos a las revistas y a las
editoriales. Por un tiempo, según cuenta Leon Edel en su biografía, James llegó
a escribir casi un relato por semana: «Imitación”, “El Holbein de lady
Beldonald», “Alas rotas”, “De una clase especial», «Las dos caras», «La tercera
persona» y «La tonalidad del tiempo» (todos incluidos en este volumen)
pertenecen a ese lapso particularmente productivo
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