La España vacía, Sergio del Molino, p. 101
No se sabe la fecha exacta, pero
fue en diciembre de 1933, poco antes de las vacaciones de navidad. Un grupo de
escogidos se congregó en la puerta del Palacio de la Prensa, en la Gran Vía de
Madrid. Presentaban una invitación en la puerta y entraban en desorden. Bien abrigados
en sus gabanes, se estrechaban las manos, se palmoteaban las espaldas y se abrazaban. Todos se
conocían, más o menos. Estarían por allí Rafael Alberti, Federico García Lorca,
si andaba por la capital, algunos ya no tan jóvenes traviesos de la Residencia de
Estudiantes (la pintora Maruja Mallo, por ejemplo) y otros intelectuales más
circunspectos y graves, en representación del Partido Comunista, como César
Muñoz Arconada, Benjamín Jarnés y algún anarquista como Ramón J. Sender.
Jóvenes impetuosos que harían piña aparte de los señorones que llegaban, quizá,
de la cercana redacción de El So como José Ortega y Gasset y el doctor Gregario
Marañón. En una esquina bromeaba muy socarrón, pero nervioso y expectante, un señor
de Huesca que presumía de ser un agitador anarquista, Ramón Acín. Era el
productor. La película que toda aquella gente se disponía a ver en un pase
privado se había financiado con veinte mil pesetas procedentes de un premio que
ganó a la lotería. Se lo había prometido a un paisano suyo unos años antes:
Luis, le elijo, si me toca la lotería, te pago ese documental. Tuvo la mala
suerte de que le tocara. Aquella noche de diciembre de 1933 se jugaba mucho.
Luis, le insistía, mueve la película, colócala, que no quiero perder los duros.
El invitado más importante de
aquella velada era Gregario Marañón. Prohombre republicano de primera hora, una
de las voces más respetadas e influyentes en la España de la época, era también
presidente del Patronato de Las Hurdes. En 1922 había redactado un informe
sanitario sobre la situación critica en la comarca cacereña y acompañó al rey
Alfonso XIII en el viaje que hizo allí en abril de aquel año. Si a Marañón le
gustaba la película, podría escribir un informe favorable para el ministerio de
Estado y evitar así la censura. La explotación comercial y la exhibición en
cines de la cinta dependían del resultado de ese pase privado en el Palacio de
la Prensa. Por eso Ramón Acín estaba más nervioso que el propio director.
Luis Buñuel salió al escenario y
dirigió unas palabras protocolarias al público. Luego, se encendió el
proyector. De un gramófono empezó a salir una sinfonía de Brahms. Desde un
lateral, micrófono en mano, el propio Buñuel, acompañado por la música, comentó
en vivo la película de Las Hurdes, que entonces aún no llevaba en el título el sintagma
Tierra sin pan. Probablemente habló sin guion, improvisando sobre unos planos
que sabía de memoria.
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