A propósito de nada, Woody Allen, p. 25
De joven, mis películas favoritas
eran las que he bautizado como «comedias de champagne”. Me encantaban las
historias que transcurrían en áticos en los que las puertas del ascensor se abrían
directamente delante de la vivienda y se descorchaban botellas, donde hombres
melosos que pronunciaban frases ingeniosas seducían a mujeres hermosas que
holgazaneaban en la casa vestidas con lo que hoy en día alguien se pondría para
asistir a una boda en el Palacio de Buckingham.
Esos pisos eran amplios, por lo
general dúplex, con mucho blanco. Al entrar, uno, o el invitado de uno, casi
siempre se dirigía a una barra pequeña y accesible para servirse alguna copa de
una licorera. Todos bebían todo el tiempo y nadie vomitaba. Y nadie padecía
cáncer y en el ático no había goteras, y cuando sonaba el teléfono en plena
noche, la gente que vivía en los pisos altos de Park Avenue o de la Quinta
Avenida no tenía, como mi madre, que salir a rastras de la cama y golpearse las
rodillas en la oscuridad buscando a tientas ese instrumento negro para
enterarse de que tal vez un pariente acababa de morir. No. Hepburn, Tracy, Cary
Grant o Mirna Loy se limitaban a descolgar el teléfono que tenían sobre la
mesita de noche a centímetros de donde dormían, que por lo general era blanco,
y las noticias no giraban sobre la metástasis de las células o una trombosis
coronaria producto de años de letales comilonas de carne asada, sino de enigmas
más fáciles de resolver, como: “¿Qué? ¡¿Qué es eso de que no estamos legalmente casados?!”.
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