Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DAVID FOSTER WALLACE


Blanco, Bret Easton Ellis, p. 175
Wallace no empezó a escribir novelas hasta los veintiún años. Se cuenta que al ver el éxito literario del Brat Pack y otros jóvenes novelistas que comenzaron a vender libros y ganar dinero a mediados de los años ochenta, pensó: «¿Por qué no probarlo?”. En su primera novela, La escoba del sistema, hay rastros de la influencia de Menos que cero, aunque posteriormente la negaría sin por ello dejar de alabar públicamente la novela. Hace unos años, a causa de una mezcla de insomnio y tequila, solté un sermón en Twitter, cuando estaba leyendo la biografía de Wallace escrita por D. T. Max. El sermón tenía menos que ver con David que con su creciente público, que estaba refundiendo el suicidio y el discurso de Kenyon en un relato aspiracional que, si habías leído toda la obra de Wallace, y sobre Wallace, y habías seguido su trayectoria, te resultaba de un sentimentalismo lamentable. Como con muchos de los colegas que me interesaban, yo había leído toda la obra de Davíd (excepto, por supuesto, La broma infinita, en la que no había conseguido meterme a pesar de su vistosa y profética idea central de las compañías conquistando la industria del entretenimiento americana), y, salvo por un puñado de relatos primerizos y secciones de La escoba del sistema, no había conectado con su trabajo por numerosas razones estéticas. Con frecuencia le consideraba el escritor más sobrevalorado de nuestra generación, así como el más pretencioso y atormentado, y eso fue lo que tuiteé aquella noche junto con otras inquietudes, entre ellas cómo la cultura había reinterpretado su figura y lo ingenuo que me parecía por parte de Davíd creer que podría controlar ese proceso. A algunos de nosotros la sinceridad y la gravedad con que empezó a traficar nos parecieron una estratagema, una suerte de contradicción -no eran del todo falsas, pero tampoco completamente ciertas-, una especie de performance artística cuando David había intuido el cambio social que tendía hacia la solemnidad y se había adaptado a él. Pero seguía gustándome la idea de David y el hecho de que él existiera, y también considero que fue un genio.
Si bien mis sentimientos por David eran, sí, contradictorios, también eran sinceros. Uno de los problemas crecientes de nuestra sociedad es la incapacidad de la gente para soportar dos pensamientos opuestos al mismo tiempo, de modo que cualquier «crítica” a la obra de alguien se tilda rutinariamente de elitismo, celos o sentimiento de superioridad. La idea de apretar siempre el botón de «me gusta”, de bloquear a la gente por airear opiniones divergentes es algo que desde luego habría puesto los pelos de punta a Wallace, puesto que podía ser un crítico exigente e incluso corrosivo. Como era de esperar, la gente reaccionó a los tuits nocturnos (escribí mal “capullo”) con indignación, cómo me atrevía, y me acusaron de hater y trol envidioso. Pero yo no tenía ningún problema personal con David, y nunca le tuve envidia; los tuits consistían más bien en una diatriba contra los fans que habían obviado los aspectos negativos y desagradables de la vida de Wallace y fingían deliberadamente que el a veces imbécil cruel que habíamos conocido jamás había existido. David no había escrito nada que yo envidiara porque nuestra obra no tenía nada que ver en términos de estilo, contenido o temperamento. (Sin embargo, Jonathan Frazen es harina de otro costal, y Las correcciones una novela que a menudo he reconocido que me gustatía haber escrito.) Este festival de tuits se reducía a un mero juicio estético, una opinión, que por lo que fuera se entendió como un delito.

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