A propósito de nada, Woody Allen, 28
Y ahora miras la pantalla y, al
compás de la música de Cole Porter o de las indescriptiblemente hermosas
melodías de Irving Berlin, aparece la línea de edificios de Manhattan. Estoy en
buenas manos. No voy a ver una historia de tíos vestidos con petos en una
granja que se levantan temprano para ordeñar las vacas y cuyo objetivo en la
vida es ganar una medalla en la feria de ganado del estado o entrenar a su
caballo para que trascienda una serie de tribulaciones equinas y llegue primero
en la carrera local de trotones. Y, felizmente, ningún perro salvará a nadie y
ningún personaje de voz gangosa meterá el dedo en el asa de una jarray dará
cuenta de su contenido ni habrá ningún cordel atado al dedo del pie de ningún
niño mientras se va quedando dormido junto al viejo remanso de pesca.
Incluso hoy, si la escena inicial
de una película es un primer plano de una bandera que cae y se trata de la
bandera del taxímetro de un taxi neoyorquino, me quedo. Si es la bandera de un buzón,
me largo de la sala. No; mis personajes se despiertan y las cortinas de sus
dormitorios se abren para exhibir la ciudad de Nueva York con sus altos
edificios y cada una de las excitantes posibilidades que ofrece, y mis actores
o bien desayunan en la cama con una bandeja en la que no falta un soporte para
el periódico de la mañana o lo hacen sentados a una mesa con mantel y cubiertos
de plata, y al tipo le traen el huevo a la mesa en una huevera de modo que él
no tenga más que dar unos golpecitos a la cáscara para llegar a la yema, y no
habrá ninguna noticia sobre campos de exterminio, quizás solo una primera plana
en la que se vea a una chica hermosa con
otro tipo, para disgusto de Fred Astaire, que está enamorado de ella. O, si es
una pareja casada desayunando, se quieren de verdad después de años de estar
juntos y ella no se regodea en los puntos débiles de él y él no la trata de
gilipollas. Y cuando la película acaba, la segunda es de misterio, donde un
endurecido investigador privado resuelve todos los problemas de la vida con un
puñetazo en la mandíbula y se larga con una pechugona como las que no existían
en ninguna de mis clases ni en ninguna de las bodas, funerales o bar mitzvá a
los que asistía. Y, por cierto, jamás asistí a un funeral: siempre me ahorraron
tener que enfrentarme a la realidad. El primer y único cadáver que he visto en
mi vida fue el de Thelonious Monk, cuando iba de camino a Elaine's para cenar y
me detuve en una funeraria de la Tercera Avenida para presentarle mis respetos.
Mia Farrow estaba conmigo; hacía poco que habíamos empezado a salir y ella se
comportó de manera cortés pero consternada, y tal vez en ese momento debería
haberse dado cuenta de que estaba iniciando una relación con el soñador
equivocado, pero ya hablaremos de todo ese mishigas, de toda esa locura, más
tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario