La lluvia, especialmente para un
niño, trae consigo aromas y colores inconfundibles. Las lluvias de verano en el
Tirol son inceantes. Poseen una insistencia taciturna, flagelante, y llegan en
tonos verde oscuro cada vez más intensos. De noche, su tamborileo es como un ir
y venir de ratones en el tejado. Hasta la luz del día puede llegar a empaparse
de lluvia. Pero es el olor lo qe permanece conmigo desde hace sesenta años. A
cuero mojado y a juego interrumpido. O, por momentos, a tuberías humeantes bajo
el barro encharcado. Un mundo convertido en col hervida.
El verano era de por sí
siniestro. Unas vacaciones familiares en el oscuro aunque mágico paisaje de un
país condenado. En aquellos años de mediados de la década de los treinta, el
odio a los judíos y el deseo de reunificación con Alemania flotaban en el ambiente
austríaco. La conversación entre mi padre, convencido de la inminencia de la
catástrofe, y mi tío gentil, aún moderadamente optimista, no resultaba fácil.
Mi madre y su hermana, que sufría frecuentes ataques de histeria, intentaban
crear un clima de normalidad. Pero los planes para pasar el tiempo -nadar y
remar en el lago, pasear por los bosques y las montañas - terminaban
disolviéndose en el perpetuo aguacero.
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