Errata, George Steiner, p. 58
Las literas de dos pisos ocupaban
casi por completo el espacio de los cubículos-dormitorios donde se apiñaban los
veteranos que regresaban al país. El ex paracaidista que habría de ser mi compañero
de habitación me miró con absoluta incredulidad. Nunca había visto un ser tan
evidentemente mimado, protegido, convencionalmente vestido y cargado de libros
como yo. Tras un largo y áspero silencio, me preguntó si yo era «listo».
Apostando por mi supervivencia, respondí: «Extraordinariamente”. Al oír la
palabra esbozó una mueca de disgusto y de asombro. Luego dedujo con laconismo
que yo podría serie útil para aprobar sus asignaturas, cuyas listas de lecturas
yacían desordenadas sobre la mesa. Más tarde, sin embargo, me enseñó algo que
yo jamás sería capaz de conseguir, aunque lo intentase sin descanso durante un
millón de años. Alfie se puso en cuclillas, extendió los brazos hacia delante,
los tensó y se subió de un salto a la litera de arriba. Ningún Nureyev ha
logrado superar para mí el explosivo arco de ese salto que mostraba el absoluto
dominio de un paracaidista sobre sus muslos en tensión, sobre el resorte oculto
en la zona inferior de su espalda. Me quedé paralizado, a punto de llorar por
mi ineptitud y la sencilla belleza de aquel gesto. Nos hicimos amigos.
Yo hice cuanto pude por facilitarle sus tareas
académicas, por ayudarle a obtener el título que la constitución estadounidense
había hecho posible. Él, a su vez, intentó convertirme en un adulto pasable,
enseñarme esas artes sencillas que para un privilegiado ratón de biblioteca,
para un mandarín judío, resultan las más arduas de aprender. Durante las
semanas siguientes, aprendí un poco de póquer serio, escuché el jazz de Dizzy
Gillespie en el Beehive, superé mi miedo a las ratas y a los retretes con las
puertas rotas. La palabra se desvaneció. Si, en la bulliciosa calle 63 o en
cualquier lugar de aquel louche, de aquel hervidero racial que era el South
Side, alguien se hubiera atrevido siquiera a rozar un solo pelo de mi engreída
cabeza, habría de vérselas con la navaja o el golpe de kárate de aquel
paracaidista. (Acuclillado sobre el retrete, Alfie había abatido a una rata, rompiéndole
la columna con el canto de la mano.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario