En algún momento de los últimos
años, y no puedo precisar cuándo exactamente, una irritaci6n vaga pero casi
abrumadora e irracional comenzó a acosarme hasta una docena de veces al día.
Dicha irritación nacía de cosas tan aparentemente nimias, tan ajenas a mi campo
de referencia habitual, que me sorprendía tener que pararme a respirar hondo
para desarmar un fastidio y una Jrustraci6n que se debían a la tonteria de
otros: adultos, conocidos y desconocidos en las redes sociales que exponían sus
juicios y opiniones apresurados, sus preocupaciones sin sentido, siempre con la
inquebrantable certeza de tener raz6n. Una actitud tóxica parecía emanar de
cada post, comentario o tuit, la contuvieran realmente o no. Esa rabia era
nueva, algo que no habla experimentado antes, y venia teñida de una ansiedad,
una opresi6n que me dominaba cada vez que entraba en la red, una sensación de
que de algún modo iba a cometer un error en lugar de simplemente dar una opinión
o hacer una broma o criticar algo o a alguien. La idea habría resultado
impensable unos años antes -que una opinión pudiera convertirse en algo que
estaba mal-, pero en una sociedad enfurecida, polarizada, se aislaba a la gente
por sus opiniones y se dejaba de seguirla porque se percibía de modos tal vez
inexactos. Los miedosos comenzaban a captar instantáneamente la humanidad entera
de un individuo en un tuit descarado, ofensivo, y se escandalizaban; se atacaba
a la gente y se rompían amistades por apoyar al candidato «equivocada» o
sostener la opinión «equivocada" o simplemente por manifestar la creencia
«equivocada”. Era como si nadie pudiera diferenciar entre una persona viva y
una ristra de palabras tecleadas a toda prisa en una pantalla negra zafiro. La
cultura en su conjunto parecía alentar el discurso, pero las redes sociales se
habían convertido en una trampa y lo que en el fondo querían era desconectar al
individuo.
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