Pío Baroja, Eduardo Mendoza, p. 21
La autobiografía de Baraja es un
documento esencial para conocer a su autor y también para malinterpretarlo, en
primer lugar porque todo lo que en ella nos cuenta Baraja está filtrado por la
visión del viejo quejumbroso que pasa revista a los hechos con la perspectiva
de los años y la lente deformante de quien, a la vista de un resultado aciago,
no puede por menos de ver en todos los sucesos precedentes un mal augurio
cuando no un mal paso. Y, en segundo lugar, porque las memorias de Baroja, con
todos sus defectos de estructura y de forma, sus digresiones, reiteraciones,
imprecisiones y silencios, resultan en extremo convincentes, no tanto por la
veracidad de lo que narran como por el implacable estilo barojiano, a cuya
influencia es imposible sustraerse. De resultas de ello, y por regla general,
los biógrafos de Baroja no sólo dan por válido todo lo que él dice sobre su persona
y sus andanzas, sino que tienden a reproducir esos mismos datos en el
inconfundible estilo de Baroja. Esto no tendría, ni en el fondo tiene, nada de
malo si no fuera porque Baroja era un manipulador nato de la realidad, y muy
particularmente de su propia imagen. El que lo hiciera en forma consciente o
no, es difícil de saber y, a los efectos de este libro, del todo irrelevante.
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