A propósito de nada, Woody Allen, p. 87
El hecho de que resolver esos problemas
sea una ilusión y de que siempre seguirás siendo el mismo atormentado
desdichado incapaz de comprar pastas danesas en la panadería porque el mundo te
avergüenza y te hace sentir incómodo no tiene importancia. La propia ilusión de
que estás haciendo algo para ayudarte ayuda. De alguna manera, te sientes un
poco mejor, un poco menos desamparado. Depositas tus esperanzas en un Godot que
nunca llega, pero la idea de que tal vez sí se presente con algunas respuestas
te ayuda a sobrevivir a la pesadilla que te rodea. Como ocurre con la religión,
donde es la ilusión lo que te hace salir adelante. Y, como yo estoy en las
artes, envidio a las personas que se consuelan con la convicción de que el
mundo que crearon perdurará, que se hablará mucho de él y que, de alguna
manera, al igual que ocurre con los católicos y su fe en la vida después de la
muerte, el “legado” que dejan como artistas los hará inmortales. La cuestión es
que todas las personas que discuten sobre el legado del artista y que comentan
lo genial que es su obra están vivas y pidiendo pastrarni, mientras que el
propio artista está metido en una urna o enterrado en Queens. Toda esa gente
que desfila ante la tumba de Shakespeare recitando alabanzas le importa un reverendo
comino al bardo, y llegará el día -un día muy lejano, pero va a llegar sin el
menor asomo de duda- en que todas las obras de Shakespeare, a pesar de sus
brillantes tramas y sus estirados pentámetros yámbicos, así corno cada uno de
los puntitos de Seurat, se esfumarán con cada átomo del universo. De hecho, el
propio universo desaparecerá y no habrá ningún lugar donde puedas colgar el
sombrero. Después de todo, no somos más que un accidente de la física. Y un
accidente bastante torpe, por cierto. No el producto de un diseño inteligente, sino,
en realidad, la obra de un vulgar metepatas.
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