DESDE poco después de las dos
hasta casi la puesta de sol de aquella tarde de septiembre, larga, calmosa, tórrida,
agotadora y mortecina, habían estado sentados en lo que la señorita Coldfield
aún llamaba el despacho porque así lo denominaba su padre. Era una habitación
sombría y sofocante, sin ventilación, con las persianas echadas y bien sujetas
desde hacía cuarenta y tres veranos porque, cuando era niña, a alguien le
pareció que la luz y las corrientes de aire transportaban el calor y que la penumbra
era siempre más fresca, y la cual (como el sol siempre daba con más fuerza por
ese lado de la casa) se llenaba de rayos amarillentos en los que pululaban
motas de polvo que a Quentin le parecían partículas de la vieja pintura,
apagada y reseca, que se descamaban de las persianas y se colaban hacia dentro
a medida que el viento las empujaba. Había una enredadera de glicinia que
estaba floreciendo por segunda vez aquel verano en una celosía de madera
delante de una ventana a la que, de vez en cuando, llegaban al azar bandadas de
gorriones que producían un sonido seco y apagado antes de volver a marcharse y,
frente a Quentin, la señorita Coldfield, siempre del mismo negro riguroso que
había vestido desde hacía ya cuarenta y tres años, nadie sabía si por una
hermana, el padre o un nomarido, se sentaba muy erguida en la dura silla de
respaldo recto, muy alta para ella, tanto que las piernas le colgaban
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