Errata, George Steiner, p. 50
La consecuencia es que hay muy
pocas críticas de Shakespeare, en el sentido correctivo o instructivo del
término, después de Samuel Johnson y de Pope. Para estos hombres augustos, Shakespeare
era un dramaturgo sublime, a veces desigual en sus logros, a veces torpe en sus
técnicas, de dudoso gusto. El romanticismo inglés y europeo no comparte esta
serena visión. La «bardolatría», las proyecciones personales de tantas
generaciones en personajes como Hamlet, convirtieron a Shakespeare en un
semidiós. Ciertos pasajes de sus obras se comparan con los Evangelios, no
siempre en beneficio de estos últimos. Su obra se considera un altar de la
humanidad.
Los disidentes son pocos (aunque
fascinantes). Acaso encolerizado por el extraño modo en que el rey Lear ejecuta
su propio destino y el amargo crepúsculo que se cierne sobre él, Tolstoi se
centra casi ciegamente en Shakespeare. Lo encuentra pueril, zafio, insensible a
los justos dictados del sentido común y la necesidad social. Entre las
enfurecidas líneas que Tolstoi dedica a la necedad del fingido salto de
Gloucester desde los acantilados de Dover, distinguimos un motivo inquietante y
conmovedor. Como notable dramaturgo que era, a Shakespeare le repugnaban las
humillaciones de histérica simulación que tal escena inflige tanto a los
actores como al público. Las críticas jocosas de Shaw, su reescritura
pedagógica de Cimbelino, se inscriben en la esfera del autobombo y la mera
diversión panfletaria. Llama la atención, por el contrario, una observación marginal
del joven Lukács, el más sutil de los lectores marxistas. Hay, afirma Lukács,
más comprensión de la política y de la historia en el «Paraíso» de Dante que en
toda la obra de William Shakespeare.
Pero son las notas marginales de
Wittgenstein las que resultan probablemente más incisivas. No consigue «sacar
nada en limpio de Shakespeare». Recela del halo de consenso adulador que rodea
su obra. Unanimidad tan clamorosa no puede indicar sino un error. Wittgenstein
no encuentra en las obras de Shakespeare el menor atisbo de verdad. La vida
real, dice Wittgenstein, sencillamente
no es «así». Shakespeare es, sin lugar a dudas, un genial tejedor de palabras.
Sus personajes, sin embargo, no son sino accesorios de su virtuosismo
semántico. Lo que nos muestra es una deslumbrante superficie lingüística. Wittgenstein
incide sobre un aspecto ya señalado por T. S. Eliot con su característica
discreción felina al manifestar su preferencia por Dante. En las palabras, en
la conducta de los hombres y las mujeres de Shakespeare, no encontramos una ética
coherente, una filosofía adulta, y mucho menos una prueba sólida de fe
trascendente. Sabemos, afirma Wittgenstein, qué significa «el gran corazón de
Beethoven”. Semejante descubrimiento no es aplicable a Shakespeare.
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