Blanco, Bret Easton Ellis, p. 174
David Foster Wallace y yo no
llegamos a conocernos, pero a lo largo de la década de los noventa y principios
de los 2000 a menudo intercambiamos cumplidos a través de los periodistas
extranjeros que recorrían el país para entrevistar a escritores más- o menos
jóvenes. «¿A quién vas a entrevistar a continuación?” “ «A David Foster
Wallace.” «Salúdalo de mí parte.” 0: «Ah, por cierto, saludos de parte de David
Foster Wallace”. Wallace era fan de Menos que cero, y a mí me había hecho
gracia su interpretación de American Psycho como «nihilismo de los almacenes
Neiman-Marcus”. Jamás, ni remotamente, había tenido la impresión de que
mantuviéramos ningún tipo de enemistad
literaria. Después de sus curiosos comentarios sobre American Psycho, seguirnos
saludándonos a distancia. Pero nuestra relación no pasó de ahí, lo cual tal vez
tuviera sentido dada mi incapacidad para acabarme su novela de 1996 La broma
infinita, pese a intentarlo varias veces, y que su obra periodística me
pareciera menor, inflada y paternalista, y su discurso inaugural de Kenyon en
2005 un claro ejemplo de lo que es decir sandeces. Me pareció que la
canonización de Wallace tras su suicidio en 2008 estaba basada en un tipo de
sentimentalismo muy particular y muy americano. Sin embargo, la película que
estrenaron sobre él en 2015, El último tour, se dejaba ver a pesar del tono en
extremo reverencial. Hábilmente dirigida por James Ponsoldt y elegantemente
escrita por el dramaturgo Donald Margulies, la película a menudo es todo lo
estática que puede ser una obra de teatro filmada, con largos diálogos que en
esencia constituyen un debate sobre la autenticidad, y o te mareas con toda esa
buena voluntad o pones los ojos en blanco sin poder creerte que alguien se la
tornara tan en serio y le dedicara tantos esfuerzos corno aparenta. Los
protagonistas de El último tour son Jason Segel en el papel de Wallace y Jesse
Eisenberg en el de David Lipsky, un periodista de Rolling S tone que lo
acompaña al final de la gira estadounidense de La broma infinita. Para aquellos
de nosotros que también pasarnos los noventa inmersos en publicaciones y giras, la película ofrece un
relato cómico y preciso de la ya lejana era de la Generación X: las reseñas de
libros de Walter Kirn en la revista New York desencadenan conversaciones en las
fiestas, Rolling Stone encarga la semblanza de un novelista académico de
vanguardia, la gente viaja en coche cantando himnos de Alanis Morissette, y se
puede fumar en todas partes. Todavía no habíamos entrado
de pleno en la era digital.
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