La mujer corre por la avenida.
Avanza a grandes zancadas. Los hombres que la persiguen se rezagan. Ella lleva
un revólver en la mano. Se aproxima a una familia. Sin perder el paso trata de
disimular el arma. La pega a su cadera. Una anciana no se percata y se mueve
hacia su derecha. Ella gira el cuerpo para evadirla, pero termina por
arrollarla. La anciana cae de espaldas. La mujer farfulla un «perdón» y
acelera. Uno de los del grupo la increpa. “Estúpida”, le grita. La mujer
voltea. Ve a sus perseguidores como puntos diminutos. No van a alcanzarla.
Carecen de la potencia de sus piernas. Ella mantiene la velocidad. No puede
detenerse. No puede. “Si nos llegan a descubrir, huye por los callejones”, le advirtió
él. Ahí debería estar a salvo. Perderse en el estrecho laberinto de andadores.
La mujer prosigue. Su tranco es largo, el de una atleta musculosa y alta. A lo
lejos vislumbra los pasadizos. Debe entrar ahí para salvarse. Jadea. Suda. Sus
atacantes corren tras ella para matarla. Unos minutos antes sintió los disparos
pegar cerca. Dos tronaron en un auto junto a ella. Varios más zumbaron por
encima. Le apuntaron a la cabeza. Deseaban que cayera reventada. Tal y como
cayó el hombre que ella mató. Fue un relámpago. El tipo se le plantó y alzó el
arma. Ella apretó el gatillo más rápido. Ni siquiera apuntó. Solo levantó el
revólver y tiró. La bala le dio al otro en el cuello. Salpicó sangre en el muro
blanco. Lo vio caer muerto. No tuvo tiempo de asustarse ni de arrepentirse.
Sigue corriendo. La Modelito, el barrio donde él creció, está solo a sesenta
metros. Una vez dentro perderá a sus perseguidores. Acelera. La entrada al
callejón se vislumbra. Hacia allá se dirige cuando suena una detonación. Rueda
sobre la calle y queda despatarrada junto a un árbol. Una bala ha entrado por su
pecho y le ha estallado el esternón. Mira la herida. Un círculo de sangre se
expande en su camiseta. Se trata de incorporar. No puede. Se aferra de la rama
de un árbol y jala, pero se desploma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario