Cada vez que me despertaba, de
día o de noche, me arrastraba por el luminoso vestíbulo de mármol de mi edificio
y subía por la calle y doblaba la esquina donde había un colmado que no cerraba
nunca. Me pedía dos cafés grandes con leche y seis de azúcar cada uno, me tomaba
de un trago el primero en el ascensor de regreso a casa y luego a sorbos el
segundo, despacio, mientras veía películas y comía galletitas saladas con formas
de animales y tomaba trazodona y zolpidem y Nembutal hasta que volvía a
dormirme. Así perdía la noción del tiempo. Pasaban los días. Las semanas. Unos
cuantos meses. Cuando me acordaba, pedía comida al tailandés de enfrente o una
ensalada de atún a la cafetería de la Primera Avenida. Me despertaba y me
encontraba en el móvil mensajes de voz de peluquerías o spas confirmando citas
que había reservado mientras estaba dormida. Llamaba siempre para cancelarlas,
y odiaba hacerlo porque odiaba hablar con la gente.
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