Noche y océano, Raquel Taranilla, p. 252
Escribe Walter Benjamin (en
alguna parte): “No tengo nada que decir. Solo que mostrar. No hurtaré nada
valioso, no me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los hallazgos,
los deshechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarles alcanzar su
derecho de la única manera posible: empleándolos”. Y ahora: noten de qué modo
van ganando vigor Eastman y los Johnson, cómo se han hecho grandes como un
flemón en mi bocota colorista, que aumentará exponencialmente de velocidad e
igual que un coche demasiado acelerado acabará volcada en la cuneta. ¡Patapam!
Ha quedado antiguo y fuera de juego el diagnóstico de Stevenson acerca de la
dificultad de narrar: “Cualquiera puede escribir una historia corta -una mala,
se entiende-, si se aplica y tiene papel y tiempo de sobras; pero no todo el
mundo puede esperar escribir ni siquiera una mala novela. Es la longitud lo que
mata”. La dificultad mayor ya no será
nunca la extensión, puesto que si de algo va sobrado el mundo es de datos que sumar, que aparecen
hasta de debajo de las piedras, igual que caracoles tras una mañana de lluvia
que un novelista o un guionista necesitado de subtramas puede atrapar
fácilmente, incluso con el ordenador a cuestas. El reto pertenece, en efecto, a
una magnitud distinta a la largura, que es la del grado de atención de todos ustedes.
Las informaciones no se pierden en la oscuridad sino en el exceso de luz, en la
visibilidad rotunda como una sandía a punto de troncharse de pura madurez.
Torrencialmente cito libros y películas, sintiendo en la frente la falsa libertad
de la ligereza: no hay ubicación, no hay fuera ni dentro, no hay arriba ni
abajo, no hay cultura, no existe la mañana y tampoco la noche, solo hay ansiosa
alegría por devorar, por consumir, por vomitar, por triturar, por enmarranar
ideas, conceptos, problemas y referencias como en el cuento del cerdito feliz.
¿Lo conocen? Lo confieso: soy una escritora ruidosa.
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