Noche y océano, Raquel Taranilla, p. 59
Y, a pesar de la antipatía que me
despertó que me intentara colocar una suscripción, Ana María me gustó bastante
y por eso me quedé allí, de pie primero y ya después sentada junto a ella en uno
de los bancos del andén, donde había una máquina expendedora muy oportuna, en
la que compramos un par de refrescos y también, cuando nos entró el hambre,
varias bolsitas de cacahuetes, y estuvimos hablando hasta que a medianoche
cerraron la estación y pasó el último tren y lo tomamos para irnos cada una a
su casa. Primero hablamos de libros, rajando de buena parte del catálogo del
Círculo de Lectores (lo que incluía parte de la colección Clásicos Universales,
que yo hubiera salvado de entrada, pero que Ana María condenó alegando con muy
buenos argumentos que las traducciones eran nefastas, por no hablar de que
reproducían el dominio patriarcal, etcétera, etcétera), pero pronto la
conversación nos llevó a otros derroteros -qué sé yo: recuerdo que hablamos del
descubrimiento reciente de otro planeta más del Sistema Solar, del huracán Katrina,
de los restos del avión de Saint-Exupéry, de una ola de suicidios colectivos en
Japón (que se llevaban a cabo dentro de vehículos alquilados y mediante la
técnica de la intoxicación con monóxido de carbono gracias a un tubo de goma
hábilmente colocado uniendo el tubo de escape y el interior del vehículo), de
2666, de un montón de embriones de dinosaurio que habían sido misteriosamente hallados
en la Patagonia, del estreno de Sin City, de las armas nucleares con que nos amenaza
Corea del Norte y de un eclipse de sol inminente, todo lo cual nos llevó a
preguntarnos si el mundo, pese a seguir siendo un lugar repleto de tesoros por
descubrir, no se estaría aproximando aceleradamente a su destrucción-. Aunque en
algún momento de nuestra larga charla (medio por pena y medio en honor a
nuestra amistad recién estrenada) yo habría llegado a aceptar hacerme el carnet
del Círculo de Lectores, Ana María no volvió a ofrecerme una suscripción.
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