Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente. Solo mi memoria sabe lo que encierra. La veo y me recuerdo, y como el agua va al agua, así yo, melancólico, vengo a encontrarme en su imagen cubierta por el polvo, rodeada por las hierbas, encerrada en sí misma y condenada a la memoria y a su variado espejo. La veo, me veo y me transfiguro en multitud de colores y de tiempos. Estoy y estuve en muchos ojos. Yo solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga.
Desde esta altura me contemplo:
grande, tendido en un valle seco. Me rodean unas montañas espinosas y unas llanuras
amarillas pobladas de coyotes. Mis casas son bajas, pintadas de blanco, y sus
tejados aparecen resecos por el sol o brillantes por el agua, según sea el
tiempo de lluvias o de secas. Hay días corno hoy, en los que recordarme me da
pena. Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar
a la condena de mirarme.
Yo supe de otros tiempos: fui
fundado, sitiado, conquistado y engalanado para recibir ejércitos. Supe del
goce indecible de la guerra, creadora del desorden y la aventura imprevisible.
Después me dejaron quieto mucho tiempo. Un día aparecieron nuevos guerreros que
me robaron y me cambiaron de sitio. Porque hubo un tiempo en el que yo también estuve en un valle verde y
luminoso, fácil a la mano. Hasta que
otro ejército de tambores y generales jóvenes entró para llevarme de trofeo a
una montaña llena de agua, y entonces supe de cascadas y de lluvias en
abundancia. Allí estuve algunos años. Cuando la Revolución agonizaba, un último
ejército, envuelto en la derrota, me dejó abandonado en este lugar sediento.
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