Luz del fuego, Javier Montes, p. 68
Los poetastros y los muchachitos
con inquietudes traían el futurismo, el surrealismo y otros “ismos” variados
prendidos con alfileres gracias a las revistas locales y los periódicos atrasados
de la capital. Nadie los tomaría muy en serio en una ciudad conservadora cuando
no cazurra, y se plantarían en el salón de los Vivacqua atraidos por la
presencia de tantas hermanas guapas y ricas, por la abundancia de tantos
postres también muy ricos y sobre todo quizá por el confortante poquito de caso
por parte de una familia con fama de respetabilidad y casa de orden.
A la larga el más brillante de
los abonados al Salón Vivacqua resultó ser un oscuro estudiante de Farmacia
llegado desde lo más profundo del interior de Minas: Carlos Drummond de Andrade
acabó siendo el más grande poeta moderno de Brasil y uno de los mayores del
siglo en cualquier lengua y lugar. Solo la barrera extrañamente infranqueable de
un idioma tan parecido al nuestro como es el portugués ha impedido que ocupe
también en nuestros manuales de literatura su lugar justo junto a Paz, Parra o
Vallejo. Cualquier bachiller allá se sabe alguno de sus versos, reconoce a la
primera su perfil paradójicamente icónico a fuerza de común y corriente, con su
calva y sus gafotas y su rostro afilado, y recuerda que se negó a aceptar
premios bien remunerados y candidaturas al Nobel por parte de los gobiernos de
la larga dictadura militar.
Drummond sentía quizá más que
ninguno de aquellos muchachitos ambiciosos el agobio de la ciudad provinciana. Era
lo de siempre o casi siempre: se veían héroes de la Modernidad, vanguardistas
rompedores, anunciaban eh sus tertulias el fin de las convenciones, el
advenimiento de la Revolución. Pero no se privaban de la asignación semanal de
los padres, la visita más o menos vergonzante a los burdeles, las ladillas y
las purgaciones curadas con permanganato, el flirteo con señoritas bien en el
paseo que acabase en un buen matrimonio y enlazase fortunas familiares. Muchos años
más tarde, aún recordaba con una mezcla de ironía, horror y piedad la “decrepitud
de la inteligencia desmentida por los nervios» de unos muchachos desnortados “que necesitaban deseducarse,
a menos que prefiriesen morir exhaustos antes de dar batalla». Hablamos de un
tiempo y un lugar en que La Calavera, el “semanario humorístico académico» más atrevido
de la época, lo más parecido a un proto-Playboy o Penthouse que pasaran de mano
en mano hasta acabar deshojado como las rosas de las poesías de amor más tristes,
convocaba un “Gran Concurso» para adivinar, en una foto que recogía solo los
bajos de falda, tobillos y zapatos de un conjunto de señoritas, a quién
pertenecía cada uno y quién era la dueña de dos pies más elegantes de Belo
Horizonte».
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