Amor intempestivo, Rafael Reig, p. 101
Casi de la nada, a partir de un
puñado de barro, las provincianas, las pardalas, las isidras, las paletas
construyeron una ciudad incandescente escondida en aquel poblachón manchego, un
amanecer insomne y fulgurante, invisible para todos los demás. Venían a la capital
con un sueño, un mapa dibujado a mano alzada en patios de recreo, en los
lavabos de los bares -a los que iban de dos en dos para conspirar-, en la
oscuridad del cine o en los bancos de los parques; y la ciudad no tuvo más
remedio que ceder ante el empuje de su testaruda fantasía pueblerina, hasta
convertirse en lo que ellas esperaban, lo que habían soñado, ese Madrid
nocturno y febril en el que iban a ser pintoras, fotógrafas, poetas, cantantes
o directoras de cine. Sus padres eran agricultores acomodados, tenderos ricos,
médicos, directores de banco o veterinarios; personas principales en sus
provincias, pero en Madrid no eran nadie. De los chicos de pueblo como ellas no
podían esperar gran cosa, estudiaban Agrónomos o se hacían veterinarios para
volver a hacerse cargo del negocio familiar, o necesitaban un título de médico
o de abogado para colgarlo enmarcado en la pared del despacho o de la consulta.
A las chicas solo se les pedía que volvieran con más mundo, mejores modales y
el brillo de haber estado allí, y por lo tanto con valor añadido en el mercado matrimonial
de sus provincias agropecuarias. Ellas nunca volvieron. O volvieron demasiado tarde,
deshechas por la lluvia o por un viento desbocado; borradas por la niebla;
muñecas de trapo descosidas, pero con el orgullo intacto; y también con el
consuelo de haber inventado una ciudad. La fabricaron en un abrir y cerrar de ojos,
como las chabolas de los sesenta, poniendo el tejado antes del amanecer para
que no la derribaran las autoridades, y con los mismos materiales de
construcción o de desecho: cascotes, ladrillos robados, ropa del Rastro
arreglada en casa, escombros, películas de súper 8, cartones, fanzines en
ciclostil, chapas de uralita, macetas de marihuana o bandas de rock que
ensayaban en una nave industrial o en un garaje. Los que vivíamos en la capital
éramos hijos de familia, con hora de llegada y dinero de bolsillo, niños pijos,
chicas cursis, zampatortas que nunca estaban a la altura de su impaciente deseo
provinciano, universitarios zurumbáticos que metíamos mano en los cines de
sesión continua. Sus únicos aliados fueron los chavales de la periferia, los macarras
de barriada y billares, los de Carabanchel o La Elipa, que daban botes con Rosendo,
locos por incordiar, disparando pan de higo. Juntos, los pandilleros y las
paletas, los quinquis y las churris, los jivis y las poligoneras, un domingo a
mediodía, en un bar del Rastro que se llamaba La Babia, hasta el culo de sol y
sombras, se disfrazaron de punkis ingleses -según aparecían en las revistas- y
así inventaron lo que luego se convirtió en una marca registrada: la movida madrileña,
de la que -nada más cubrir aguas- se apropiaron los chicos de buena familia,
las almidonadas niñas pijas, los políticos, los periodistas y el respetable
público.
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