Amor intempestivo, Rafael Reig, p. 248
Mis padres -aunque mi madre no lo
dijera con tantas palabras- esperaban más de mi carrera literaria: esa novela
que estaba ahí, pero que yo no había logrado escribir. Esa O.M. Para ellos, ya
siempre seré aquel que escribió tres novelas sin ninguna fortuna. Pero eso no
tiene importancia. Lo que me habría gustado poder mostrarles no son mis obras
completas, sino algo más valioso: que he logrado hacerme un alma, sacarla de
ese pozo que no tiene polea ni pozal. No nacemos con ella, hacerse un alma es
el propósito de toda vida que merezca ser vivida. Ser escritor, ingeniero,
licenciada en Derecho, no es nada ni quiere decir que uno haya vivido. Llegar a
ser bueno es la única aventura de la existencia, lo único para lo que vivimos.
Sin embargo, nadie es más digno
de desprecio que el fariseo, el sepulcro blanqueado que edifica su bondad sobre
la maldad ajena: Señor, yo no soy como aquellos que pecan, míralos, mientras yo
rezo. Comprenderse solo sirve para quererse uno más a sí mismo. El que no se
quiere a sí mismo, en cambio, ya no tiene más remedio que convertirse en otro,
construir una persona mejor a la que poder querer, a partir de su propia
maldad, no de la del os demás. Por eso nunca he querido comprenderme, solo
necesito quererme; hacerme un alma para poder quererme un poco.
Lo que sí he logrado comprender
es por qué no he podido escribir una obra maestra. No era cuestión de una
glándula, se trataba de un alma. Ahora sé que ya nunca escribiré esa O.M. que
ya nadie espera de mí, ni siquiera en mi casa. Y aunque no sin melancolía,
puedo confesar que casi me alegro. Si mis padres resucitaran mañana, ¿qué
podría enseñarles para merecer su aprobación? ¿una docena de novelas? ¿Los
premios recibidos? ¿Las traducciones de mis libros a varios idiomas? ¿Mi condición
de “figura central de las letras españolas”? ¿La victoriosa y triste presa de
la felicidad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario