Cinelandia. Incluso en el
portentoso Río de Janeiro de 1952 algo así solo puede pasar en un barrio que se
llama Cinelandia. Y solo cuando merece ese nombre más que nunca: cuando
oscurece y va terminándose el Lunes de Carnaval. A medianoche del martes
acabará oficialmente, por muchas trampas que hagan los díscolos, la fiesta que desvela
a la ciudad desde hace semanas. Al principio sordamente, como un rumor de
batuques y ensayos y marchinhas escuchado a lo lejos, tras las puertas de un
garaje cerrado, enroscándose hasta los tobillos por los respiraderos de un bajo
o reptando hacia la calle desde un ático iluminado en la noche. Luego llenando
calles, abarrotando plazas, de la mañana a la tarde y la madrugada, de los
morros a la Avenida Rio Branco, de la Floresta de la Tijuca a la orilla de las playas.
Acabará sin remedio, por mucho
que se alargue la última alborada, por mucho que los últimos fiesteros se
crucen de camino a casa, arrastrando los pies y la resaca de la última borrachera,
con quienes salen de la misa del miércoles con la ceniza en la frente
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