Luz del fuego, Javier Montes, p. 92
El serpentario es lo único que le
gusta a Dora de los plúmbeos paseos con sus hermanas. Si se pone lo bastante chinche,
si boicotea implacable cada flirteo y cada amartelamiento, consigue que la
lleven casi a diario. Los novios pagan con mucho gusto las entradas de la
pretendida y su hermanita insoportable para quitársela de encima y verla fascinada,
hipnotizada, al entrar en el serpentario al aire libre: no es gran cosa, en
realidad, pero no le cansa el pequeño anfiteatro rehundido, rodeado de un foso
de verdusca agua somera y de un murete al que se encarama para pasar las horas
muertas contemplando los especímenes que vegetan allá dentro. Muchas se
esconden en los pequeños refugios de terracota en forma de termiteros, con
entradas a ras de tierra que le recuerdan las gateras de las puertas de casa.
Como espectáculo para adultos
deja que desear. A veces las cairacas, las mussuranas, las jibóias que más
adelante usará en sus bailes desnuda ni se asoman: si hace algo de frío o
humedad (en los días de invierno, en Belo Horizonte, a veces de buena mañana
cae un relente muy elegante que sustenta el esnobismo climático del estado de
Minas), se esconden en los termiteros de barro o dormitan enrolladas como
montones de sogas. Se las ve aburridas y aburren rápido a cualquier niña que no
esté llamada a ser Luz del Fuego y no adivine en su inmovilidad temporal una
estrategia, una acumulación de fuerzas secretas para el momento en que sea
necesario tensarse y desencadenarlas en un ataque repentino y mortal. A veces
reptan despacio, y entonces fascina su fuerza contenida, el peligro latente en
sus ondulaciones lentas, el desdén con que declinan hacer alarde de su poder. A
veces (y ya eso merece largas esperas) nadan a ras de agua, sin hundirse, por
el foso oval que rodea el terrario: más bien reptan sobre el agua como si el
agua fuese tan sólida y tan capaz de sostener su peso como la tierra.
Lo mejor, el momento que la hace
gritar de terror y delicia, es cuando el guardián, con botas de caucho, mandil de
cuero y guantes hasta el codo, llega con unas pinzas especiales y ¡lrende
alguna por la cabeza: entonces ese animal un poco gatuno, que se desliza con
pereza felina y ni se digna a darse por enterado de sus espectadores, se arquea
como un tigre, emite un siseo que también parece un bufido, se retuerce con
furia y da la medida exacta de la fuerza contenida en sus músculos, en su
cuerpo-músculo.
Lagartea, se sacude como un cable
de alta tensión suelto por el suelo, con la misma capacidad de fulminar. Abre unas
fauces que podrían cercenar, intuye la niña, sus bracitos y sus piernecitas.
Lanza tijeretazos que muerden el puro aire o se clavan y aferran con fuerza
viciosa al antebrazo del vigilante, precavido pero impasible en sus gestos y en
la mirada que se adivina tras la máscara de cuero que le protege el rostro.
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