-Querido, solo manteniéndome como
profesora puedo conservar el acceso a millones y millones de publicaciones
online, contenidas en algún lugar del ciberespacio y custodiadas tan restrictivamente
que solamente están al alcance de eso que se ha dado en llamar, de un modo
presuntuosamente fraternal, «comunidad universitaria”.
Dicho en plata: la facultad me
tiene en sus manos, bien atrapada como en un noviazgo tóxico, pues necesito un
carnet de profesora en el que haya escrita esa cifra que sirve de clave para
acceder de forma online a la producción científica mundial, que es exclusiva
para los suscritos. La libertad también es elegir la droga que se prefiera, e incluso
las prepúberes adictas a colocarse con pegamento en el recreo deberían contarle
al mundo la enormidad de su desparrame, pues mundo es. Dicho más técnicamente:
mi continuidad como ser vivo depende de que pueda conectarme a internet a
través del proxy de la universidad, que costea numerosas y apetecibles suscripciones
y que hace de intermediario entre yo y el saber, no muy distintamente al
camello que en su día me vendía hachís, que a mi modo de ver sigue siendo la
droga menos inelegante. Si no:
you are not currently authenticated. Y ya entonces: password required o
purchase content. 19,95$, 36$, 115$ por cada publicación, como el insert coin
de una máquina de pinball. Sin licencia no hay suelo bajo los pies y conviene
aceptarlo. He aquí un dato histórico, monumental como pocos: Aaron Swartz (1986-2013)
se dejó el pellejo tratando de subvertir el orden de los suscritos y fue
perseguido y acabó -hagamos un minuto de silencio-: muerto. Y hoy está
enterrado en Arlington Heights (Illinois), en el cementerio Shalom Memorial Park,
concretamente.
Como pensado por el diablo, el
Principio de Mínimo Privilegio rige todas nuestras vidas y dice, en una lengua
de apariencia justa y razonable y, supuestamente, en pro de la seguridad común:
un usuario solo ha de tener acceso a aquella información y a aquellos recursos
que son necesarios para su legítimo propósito.
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