La vida secreta, Andrew O'Hagan, p. 123
Mi Ronnie era, en muchos
aspectos, un ciudadano típico del siglo XXI. N o en pequeña medida por su
falsedad. En todas las áreas de la vida se construyen y movilizan valiosas
identidades falsas y a menudo son simulacros de la verdadera identidad de sus
responsables. En un libro de 2013 titulado Murdoch's World (“El mundo de
Murdoch”), de David Folkenflik, se afirmaba que empleados de relaciones
públicas de Fox News Channel creaban cuentas ficticias en serie para sembrar
reacciones «favorables a Fox» a los comentarios críticos de los blogs. Un antiguo
empleado dijo que se habían creado más de cien cuentas falsas con esta
finalidad y afirmó que habían tapado su rastro utilizando diferentes
ordenadores y conexiones de banda ancha ilocalizables. Lejos de ser creaciones de
adictos a los ordenadores, las falsas identidades online son, desde hace mucho,
una práctica habitual del espionaje de las grandes empresas, de las
investigaciones policiacas, de la vigilancia de los gobiernos, de la
mercadotecnia y de las relaciones públicas. La misma democracia -con su idea
básica de un individuo, un voto- dista mucho de ser una idea inocente en la era
del astroturfing, en que pueden manufacturarse movimientos enteros de opinión
en un instante, gracias a los magos del teclado, que recogen “nombres” de las
redes sociales para apoyar su causa o denunciar la de otros. Edward Snowden
abrió una puerta al fisgoneo de vidas ajenas patrocinado por el Estado, pero también,
de un modo más sutil, reveló las muchas formas en que la vida privada se da a
las oscuras artes de la impostura.
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