Hace algunos años un amigo
periodista, destinado en París como corresponsal de una revista, se convirtió
en apenas un par de años en padre de dos hijos. En cuanto los niños fueron capaces
de fijar la mirada en algo, empezó a llevarlos al Louvre y a guiar con mimo sus
retinas infantiles hacia las obras maestras de la pintura universal. No sé si
también les pondría música clásica mientras estaban en el vientre de su madre,
como hacen algunos futuros padres, pero más de una vez me ha dado por pensar en
qué se convertirán esos niños cuando crezcan: si en potenciales directores del
MoMA o en adultos carentes de toda sensibilidad visual, con una enorme aversión
a las galerias de arte.
Mis padres nunca intentaron
cultivarme a una edad temprana (ni a ninguna otra); como tampoco trataron de
disuadirme de que lo hiciese. Ambos eran maestros de escuela, por lo tanto el arte (o quizá, para ser más exactos,
la idea del arte) era algo respetado en mi casa. Había buenos libros en las
estanterías e incluso había un piano en el salón, aunque jamás se tocó en toda
mi infancia. Era un regalo que mi abuelo materno había hecho a mi madre, su
adorada hija, cuando era una joven pianista, talentosa y prometedora. Sin
embargo, sus estudios pianísticos se pararon en seco cuando tenía veintipocos años
y tuvo que enfrentarse a una intrincada partitura de Seriahin.
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