Hay algo de emocionante y de
aterrador a la vez en la idea de que el azar pueda gobernar nuestras vidas.
Emocionante, porque forma parte de la aventura misma del vivir; aterrador, porque
provoca el vértigo de lo incontrolable. En el caso de la escritura, el azar
suele jugar un papel más peregrino de lo que a menudo se piensa, por mucho que
algunos autores lo hayan convertid.: en protagonista de toda su obra. La
historia que el lector tiene en las manos, sin embargo, no habría sido posible
si el azar no hubiera llamado con insistencia a la puerta del que esto escribe.
O mejor dicho: no existiría esta historia tal y como aquí se cuenta, pues buena
parte de los hechos pueden rastrearse en las hemerotecas y los archivos, esos
cementerios sin flores de la memoria. Pero una historia sin relato es una
historia que aún no existe: alguien tiene que tejer el hilo de los
acontecimientos. Y el azar o la coincidencia se han interpuesto en mi camino
para que sea yo quien lo haga. Porque ésta es la historia de alguien que pudo ser
mi bisabuelo. Es la historia de un anarquista que se llamaba como yo. Es la
historia de Pablo Martín Sánchez, una historia que quizá valga la pena ser
contada.
Todo empezó el día en que tecleé
por primera vez mi nombre en Google. Por entonces yo era un joven autor inédito
que echaba las culpas de su fracaso a lo anodino de su nombre. Y el buscador
vino a darme la razón: escribí “Pablo Martín Sánchez” y la pantalla vomitó
cientos de resultados. Incluso yo aparecía por allí, formando parte de un
cóctel compuesto por sudistas, jugadores de ajedrez o provocadores de accidentes
de tráfico perseguidos por la justicia.
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